Decir, a estas alturas, que la estrategia de comunicación del presidente se basa en la polarización, es una obviedad.
A lo largo de su trayectoria política, siempre como opositor –no dejó de serlo ni como Jefe de Gobierno del Distrito Federal– la base de su comunicación siempre ha sido el dividir, tajantemente, entre buenos y malos, liberales y conservadores, mafia del poder y pueblo bueno. Y sí, claramente, fue más que efectiva para lograr un posicionamiento claro, diferenciarse de sus adversarios y construir una base social-electoral sólida.
A su llegada a la Presidencia de México, se esperaba cierta moderación. En su mensaje, la noche del 1 de julio de 2018, tras su contundente triunfo electoral, llamó a la unidad, a dejar atrás diferencias y convocó a sectores tradicionalmente lejanos a él, como los empresarios, a ser parte de su autodenominada Cuarta Transformación.
Casi dos años después, ese mensaje se quedó en buenas intenciones. Hoy, AMLO señala, califica y etiqueta a cualquiera que pretenda oponerse a sus políticas o ser crítico con su administración. Y lo hace sabiendo la ola de viscerales ataques que eso desata contra esos detractores en las redes sociales y algunos medios de comunicación.
Del lado de la oposición, poco se ha hecho por bajar el volumen a la confrontación. Incluso, varios actores políticos parecen abrazarla. La organización y difusión de la protesta del domingo pasado, absolutamente sectorizada y basada en discursos de clase, es un ejemplo claro de que los prejuicios que están construyendo la división, existen en ambos sectores.
Irresponsables todos, ni de uno ni de otro lado parecen estar midiendo el riesgo de confrontación social que crece, todos los días, en este México dividido.
El nuestro, es un país con todos los componentes para polarizarse, desde sus orígenes. Con altísimos índices de desigualdad desde prácticamente todos los enfoques. Por eso, un presidente y una clase política que juega a polarizar más a la sociedad, juega con fuego.
Mientras el mundo observa el conflicto social que explotó en Estados Unidos las últimas semanas a consecuencia de un crimen y un sistema inequitativo, e indudablemente potenciado por un presidente irresponsable con la mira puesta en las próximas elecciones, en México parece que nuestra clase política no ve el riesgo al que nos acercamos.
Más allá de cálculos electorales, es momento de que oposición y gobierno aprendan a coexistir. Si no, quien gane en 2024, va a recibir un país más dividido que nunca, y cualquier proyecto de nación será imposible de implementar.
El presidente, pero también la oposición, deben hacer un alto y repensar el debate público. Éste debe fluir alrededor de sus causas, banderas y agendas, no de las personas y mucho menos de los prejuicios.
Debemos, como electores, exigir una confrontación mucho más profunda de ideas, propuestas y hasta ideologías basada en argumentos y posiciones claras. Son tiempos de definiciones, en México y en el mundo. Más que nunca, cada opción política debe decirnos qué ofrece, en positivo. No, como ha sucedido hasta hoy, conformarnos con que nos digan en contra de qué, o quien, están.