Diccionario de la maldad

ACORDES INTERNACIONALES

Valeria López Vela<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Valeria López Vela*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

“Hay que tener cuidado al elegir a los enemigos porque uno termina pareciéndose a ellos”

Jorge Luis Borges

En los días de la polarización, lo blanco y lo negro terminan confundiéndose. Me explico. En el ánimo de obtener justicia se realiza una acusación pública que, más temprano que tarde, termina convirtiéndose en asesinato moral, linchamiento o escarnio. Y aunque parece que es inocuo, la realidad es que se vuelve difícil distinguir a víctimas de victimarios cuando la mecánica de la maldad los ha mimetizado.

Éste no es un problema nuevo. Sócrates, el viejo filósofo griego, aventuró una solución: “Es preferible padecer una injusticia que cometerla pues cuando miento, me convierto en mentiroso”, espetó. Y coincido en que no es una opción deseable parecerme a mis ínfimos detractores.

Sin embargo, muchas veces me he preguntado si el silencio es el nutriente principal del caldo de cultivo de la impunidad. Ni tampoco creo que la búsqueda de la justicia deba escribirse en tonos maquiavélicos, en los que el fin justifica los medios.

Dado el menudo problema que pasea por mi mente y que se nutre con la cotidianidad de nuestros tiempos, aventuro un pequeño diccionario sobre la maldad que nos ayude a nombrar lo que vemos y lo que hacemos. Iniciaré con la distinción entre difamación, calumnia, discurso odioso y discurso de odio.

De acuerdo con el filósofo Jeremy Waldron: “Cuando nos enfocamos en difamación, en lo que se hace énfasis es en la distinción entre calumnias, que son expresadas de forma oral, como discurso, a través de chismes, rumor, o denuncias; mientras que la difamación tiene, además, una presencia más duradera al ser publicado a través de medios escritos, impresos, efigies, imágenes u otras representaciones que quedan fijadas en la mente del hombre”.

Por su parte, las declaraciones racistas, machistas o discriminatorias expresadas en la esfera social que desprecian y estigmatizan pueden ser consideradas como discursos odiosos —porque resultan chocantes con la idea de respeto e igualdad— pero no son discursos de odio, pues no incitan a la violencia en contra de un grupo.

Finalmente, los discursos de odio, ya sean orales o escritos, son mensajes que incitan al odio en contra de una persona o un grupo, en razón de su raza, religión, sexo, capacidades diferentes, etnia u orientación sexual. Para que se trate en sentido de un discurso de odio es necesario que tenga ecos en la esfera pública y que tense la paz social.

Los discursos de odio son expresiones políticamente peligrosas y moralmente inaceptables. Una sociedad bien ordenada no puede permitir los discursos de odio en contra de ningún grupo social; menos aún en contra de los grupos históricamente vulnerables, tal como señaló John Rawls, pues generan la falsa ilusión de que es aceptable la violencia en contra del grupo vilipendiado. En ese tenor, el paso hacia los crímenes de odio es sencillo. Pero tampoco podemos acostumbrarnos a vivir entre difamaciones, calumnias o discursos odiosos pues, en diferentes grados, todas son expresiones violentas que envilecen a quien las expresa.

En resumen, debemos tomarnos en serio nuestra conducta, pero también nuestras palabras, pues las fronteras entre la humillación, la difamación, el discurso odioso y el discurso de odio son borrosas y peligrosas.

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