¿En dónde empieza la desigualdad?

ACORDES INTERNACIONALES

Valeria López Vela&nbsp;<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Valeria López Vela *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: larazondemexico

Hace unos días, fui duramente criticada por un entrañable amigo por utilizar lenguaje inclusivo: “Eres una intelectual: no te conviertas en cómplice de quienes quieren destruir nuestra lengua”, me escribió. Sonreí con dulzura, pues los ajustes en el lenguaje, en el diccionario, en el arte o en las instituciones son inevitables si queremos que el mundo sea más habitable para las mujeres.

Lo mismo pasa con las palabras; hay varios fenómenos importantes en el desarrollo de la feminidad que todavía no tienen un concepto que los nombre. El más reciente libro de la famosísima economista Claudia Goldin, Carrera y familia, el viaje de un siglo de mujeres hacia la equidad (Princeton University Press, 2021) inicia con el reconocimiento del gran problema que no tiene nombre: la brecha de género está entrelazada con la desigualdad en la distribución del tiempo y de las tareas en la pareja y el factor determinante ha sido la crianza de los hijos.

Sin embargo, esto es algo que con el tiempo habrá de ajustarse pues, aunque cada día son menos las parejas que deciden procrear, las deficiencias en los sistemas de salud han hecho que muchas de las labores de cuidado sean gestionadas y atendidas por las mujeres en el espacio doméstico. Así, la desigualdad en la distribución de tiempo como factor de desigualdad se mantendría con el cuidado de los adultos mayores.

Por ello, Goldin sostiene que el mayor obstáculo para la igualdad de género es el “límite de tiempo” creado por lo que ella llama “trabajo codicioso”: trabajos que exigen enormes cantidades de tiempo, energía y humanidad de sus empleados y que no permiten que los colaboradores establezcan sus propias horas; tampoco reconocen el trabajo extra ni consideran las condiciones especiales por las que una vida promedio atraviesa: enfermedades, muertes, mudanzas, cambios de estado civil.

Frente a este escenario, la respuesta racional es que uno de los padres se especialice en un trabajo codicioso y lucrativo, y que el otro, típicamente la madre, priorice el cuidado familiar —ya sea el de los hijos o el de los abuelos—. Goldin escribe que “la equidad de la pareja ha sido, y seguirá siendo, descartada para aumentar los ingresos familiares”.

¿Vale la pena encontrar un concepto específico para señalar este tipo de injusticia? ¿Sería oportuno utilizarlo como criterio para rediseñar las políticas laborales en el mundo? Estoy segura de que sí pues: lo que no se nombra, no se puede comprender; lo que no se comprende, no se puede medir; lo que no se mide, no se puede mejorar.

Para construir política feminista será necesario crear conceptos, reestructurar sistemas y, posiblemente, destruir el lenguaje. Y, sin duda, valdrá la pena pues la desigualdad comienza con las palabras, se asienta en las relaciones de pareja y se petrifica en las condiciones laborales; una mujer —intelectual o no— no puede guardar silencio frente a eso.

Temas: