El día de ayer, la Santa Sede publicó el informe, ordenado por el Papa Francisco, sobre la conducta del cardenal Theodore E. McCarrick, líder católico estadounidense sobre el que pesan fuertes acusaciones de violencia sexual.
Del informe McCarrick, se deben distinguir dos cuestiones fundamentales. La primera es la investigación sobre la conducta -abusos, atropellos y tropelías- de McCarrick y, la segunda sobre el encubrimiento papal que comenzó con Juan Pablo II y alcanzó al propio Papa Francisco.
Las 461 páginas que integran el informe exponen cronológicamente el camino sacerdotal de McCarrick, así como las acusaciones que fueron una constante durante su carrera eclesiástica. De ambas hay documentos de las acusaciones y declaraciones de los testigos; todavía más, los escándalos sexuales del cardenal eran un secreto a voces que resonaba en los pasillos de las iglesias y en los apartamentos vaticanos.
Sobre esto, vale la pena apuntar dos reflexiones que son útiles para la comprensión de la violencia sexual. La primera desmonta el mito de la “naturaleza oculta” de los delitos sexuales, pues el análisis de los casos muestra que, la mayoría de las veces, hay indicios, rastros y testigos.
La segunda es que, aunque los casos de violencia sexual sean reportados o conocidos por las autoridades, la mayoría de las veces los perpetradores encuentran sosiego en el descrédito de las víctimas y se regocijan en el miasma de la impunidad.
Los apartados VI, IX, X.C, XIX D, XX y XXVIII son especialmente duros pues recogen los testimonios de las víctimas que, durante años, fueron lastimados de tres formas: mediante la violencia física, mediante el silenciamiento o el descrédito y, la más grave, por el encubrimiento institucional. Todas estas conductas son un patrón que es claramente observable también en instituciones civiles o castrenses.
Y aunque el Papa Francisco haya dicho que el dolor de las víctimas y sus familias es el dolor de la Iglesia, se queda corto sin un plan concreto de acción que incluya medidas de prevención, atención, investigación y sanción de los casos de violencia sexual.
Todavía más, la Santa Sede habría de hacer investigaciones exhaustivas pensando en la justicia y reparación de las víctimas y no solamente a raíz de una lucha de poder entre los príncipes de la Iglesia; no olvidemos que el informe es la respuesta a la solicitud de renuncia del Papa hecha por el arzobispo Carlo María Vigano. Fuera de dicho escenario, no había habido ánimo de realizar ninguna investigación a profundidad del tema.
El informe McCarrick es un primer paso, pero no deja de ser un largo e inofensivo mea culpa: un horrible capítulo más de la compleja historia de la Iglesia, que respondió a la necesidad de deslindar responsabilidades papales, en vez de una sincera búsqueda de la justicia para las víctimas.