Los resultados electorales en Estados Unidos, de la semana pasada, favorecieron a las posturas moderadas, al respeto por las libertades y a los ideales de la democracia liberal. Y eso es, sin duda, una buena noticia para todo el mundo.
Contrario a las tendencias anteriores, el partido en el gobierno perdió menos escaños de los pronosticados y pudo mantener el control del Senado. Esto es, sin duda, un giro histórico que nos obliga a pararnos a pensar cuáles fueron las circunstancias que desencadenaron la nueva tendencia.
La mayoría de los analistas coinciden en que el voto de los jóvenes fue determinante y, no podía ser de otro modo, pues el horizonte de sus derechos se veía fuertemente amenazado.
La democracia como la construimos e imaginamos —al final del siglo pasado— comenzó a extinguirse por los gobiernos populistas. En un abrir y cerrar de ojos, el gobierno de Trump puso en duda libertades y derechos que dimos por sentados; además, abrió la puerta a la mentira y a la descalificación creando las condiciones ideales para el pantano de la falsedad política como moneda de cambio.
Todavía más importante, el giro electoral demuestra que los alardes de palabrerías, las bravuconadas, las descalificaciones han dejado de hacer eco en los oídos de los votantes pues cuando ven en riesgo sus derechos salen a las urnas para poner un alto a los caprichos del poder.
El derecho al aborto fue, sin duda, uno de los principales pivotes que activaron el voto masivo de las mujeres y de los jóvenes, para quienes resulta inadmisible imaginar un retroceso sobre el derecho a decidir.
Mucho tiempo nos preguntamos cuál sería el remedio para los excesos populistas; pensamos que propuestas liberales o el reforzamiento del Estado de derecho harían lo propio. Sin embargo, fue más fácil de lo esperado pues no hicieron falta grandes propuestas ni estructuras novedosas.
El criterio que se impuso fue el que, en el siglo XIX, propuso Max Weber: la fuerza del mejor argumento. Aunque, durante algunos años, la retórica populista fue adictiva para amplios sectores, la racionalidad y la conveniencia han vuelto a imponerse pues, a las nuevas generaciones, les resulta impensable vivir con menos derechos.
A pesar de todas estas buenas noticias, no podemos cantar victoria. Los efectos corrosivos de los populismos y, en especial, del trumpismo se sentirán por un buen tiempo. Por ello, debemos seguir construyendo soluciones sobre los hombros de los grandes pensadores.
En ese sentido, recupero la idea de los filósofos clásicos, que sostenía que la continuidad entre ética de los ciudadanos y los políticos es condición necesaria para que la ciudad, las leyes y la política funcionen adecuadamente. En otros términos, la ética personal es el indispensable para la política, entendida como la convivencia entre iguales. Pensemos en esto, la próxima vez que tengamos que emitir nuestro voto.