En junio de 2016, el candidato Donald Trump tuiteó: “Es verdad lo que publicó USA Today, tengo 450 demandas ganadas, 38 perdidas. ¿No es eso lo que quieren para presidente?”. La respuesta debió ser la misma —entonces y ahora—: no.
Con independencia de los resultados de los procedimientos, la pregunta que debieron hacerse los votantes era ¿por qué un hombre decente tendría tantas demandas? No es razonable pensar que una persona con tantos litigios se caracterice por respetar la ley; todavía menos, cumpliría y haría cumplir la Constitución.
Por ello, no es sorprendente que Trump haya enfrentado dos juicios políticos, aun cuando ya no es presidente pues los juicios políticos están diseñados para que los altos funcionarios del gobierno puedan ser juzgados por las acciones. Y la imputación ocurrió durante su mandato.
Del cargo de incitación a la violencia para la insurrección se espera que si se encuentra culpable, Trump sea inhabilitado para postularse para cualquier cargo político y, con ello, debilitar al movimiento trumpista.
Esta semana, por si faltara algo, la consultora fiscal Mazars USA decidió deslindarse de los asuntos contables de las empresas de Donald Trump “hay inconsistencias en los últimos diez años” que permitieron prácticas fraudulentas, engañosas de especulación financiera.
Frente a todos estos desacatos a la ley, al orden constitucional, es inevitable preguntarnos ¿Qué va a pasar con Trump? ¿Va a pagar por el daño corrosivo que causó a la democracia americana? Pero, más importante aún, ¿qué va a pasar con nuestras democracias?
A estos cuestionamientos, en el libro Réquiem por el sueño americano, Noam Chomsky responde: lo que decidamos que pase. Porque, aunque el presente sea desesperanzador para muchos —incluido el propio filósofo—, ver cómo se desdibujan los horizontes morales o cómo se pisotea lo que consideramos valioso es inaceptable. Simplemente, no es una opción.
Los escándalos de Trump han mostrado que cuesta trabajo confiar en alguien a quien persigue la sombra del incesto o que defiende a depredadores sexuales, a un corrupto que evade sus responsabilidades fiscales, a un racista sin vergüenza de serlo.
Así, para salvar nuestras democracias, la aparición de una nueva especie de políticos es indispensable; una nueva cepa de líderes sociales que sepan alejarse de los desvaríos de sus antecesores.
Además, necesitamos a las personas que se entregan y luchan, con frecuencia teniéndolo todo en contra, con el fin de crear espacios decentes para la vida y un mundo mejor.
Si queremos detener a los depredadores de la democracia, en Estados Unidos, Brasil, España o México, es indispensable resistir los embates y revertir los daños: sin perder un segundo la alegría y la confianza de saber que se hace lo correcto. La justicia alcanzará a Trump, más temprano que tarde y, me gustaría pensar que con ello iniciaría el declive de los populismos en el mundo. Ojalá.