(Joan Didion, Random House, 2005)
Joan Didion comenzó a escribir este libro nueve meses después de la repentina muerte de su marido, John Dunne. Joan y John habían estado juntos por casi 40 años.
La vida cambia deprisa.
La vida cambia en un instante
Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba.
La cuestión de la autocompasión.
Estas palabras fueron escritas unos días después de que John muriera. Meses más tarde, Joan tendría la fuerza suficiente para relatar el camino de su duelo, ese arduo proceso para aceptar la irreversible desaparición de nuestras personas amadas.
Didion enfatiza el contraste entre lo ordinario de un día cualquiera que se transforma en un día inolvidable después de una tragedia. Nadie está preparado para que lo peor ocurra: En mitad de la vida estamos en la muerte.
La reconstrucción de los hechos que anteceden y suceden a la tragedia son una de las formas del duelo. Lo inverosímil se vuelve real en la medida que el hecho puede relatarse. No procesar un duelo puede describirse como el silencio en el que algunos se encierran pensando que así será más fácil olvidar la pérdida. Didion se da cuenta de que debió haberle contado a todos sobre los detalles de la muerte de John y también entiende que no pudo hacerlo porque en los primeros momentos del impacto, la incredulidad impera y el delirio de que el muerto puede volver invade la mente.
El año del pensamiento mágico, es el intento de la escritora de asimilar las semanas y después los meses que se llevaron por delante cualquier idea fija que yo pudiera tener de la muerte, de la enfermedad, de la probabilidad y de la suerte, tanto buena como mala; del matrimonio, los hijos y los recuerdos; del dolor y las formas en las que la gente afronta y no afronta el hecho de que la vida se termina; de lo superficial que es la cordura, de la vida en sí misma.
Encontrar el significado de la muerte en la vida personal es un trabajo íntimo. Aunque la muerte sea una experiencia universal, la relación que se tiene con ella depende de las vivencias particulares. Algunas personas son azotadas con más fuerza por el destino al que todos llegaremos tarde o temprano. Mientras Joan Didion recibía la confirmación de la muerte de su marido, su única hija estaba internada en el hospital, por una neumonía grave. Tal y como lo escribe, perder a alguien amado remueve todas las certezas, aunque nadie podría tener una vida más o menos decente pensando cada mañana que un día todos estaremos muertos.
Me pregunté qué se le permitiría hacer a una mujer nada fuerte. ¿Venirse abajo? ¿Necesitar sedación? ¿Gritar? El duelo ha de atravesar el cuerpo y romperlo un poco. Fingir fortaleza y ecuanimidad solo es encubrir el gran agujero que deja la muerte. No atreverse a ver que quizá se amó menos o se compartió menos de lo hubiera sido posible, hace de la culpa un sentimiento común entre los dolientes. Pensar en las formas en las que pudo evitarse la muerte también es algo en lo que se piensa durante el duelo. Quedar invadido de recuerdos de quien se ha ido hace que todo lo demás pierda importancia.
El dolor por la muerte de un ser querido carece de distancia. Viene en forma de oleadas, de paroxismos, de premoniciones repentinas que debilitan las rodillas, ciegan los ojos y cancelan la normalidad de la vida.
¿Cuánto dura el duelo? Imposible de calcular, aunque se hayan hecho esfuerzos por clasificarlo en normal y patológico. Lo que sí podemos saber es que la pérdida ha sido elaborada, cuando una mañana vuelve a brillar el sol afuera y adentro o por lo menos ya no está más una sensación de noche y tormenta perpetua. El duelo que no se atraviesa, se convierte en depresión