No es de ningún modo una medida de salud estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma
(Jiddu Krishnamurti)
A veces sentirse mal emocionalmente es el inicio de un camino hacia el cambio de hábitos, decisiones o relaciones. Habría que pensar qué significa estar preocupado, colérico o triste, sobre qué cosas, con cuánta intensidad y por qué estas emociones se vuelven insoportables en un momento en particular. Habría que hacer este proceso de reflexión antes de apresurar la medicación.
Es más fácil medicarse que hacer terapia, aunque hay casos en los que la necesidad de ayuda médica es incuestionable: depresiones de moderadas a graves que alteran los patrones de sueño, de alimentación, de capacidad de disfrutar de la vida y la ausencia generalizada de deseo, entendido como las ganas de vivir; sin embargo, habría que tener cuidado de no diagnosticar demasiado rápido y con demasiada certeza algo que podría ser tristeza y no depresión.
Hay personas que parecen funcionales, con vidas estables, bonitas y satisfactorias, enfermas de depresión. En estos casos, las causas no son evidentes y hay que buscarlas en lugares menos obvios, que son muchas veces inconscientes, pero por lo general, nuestro estado de ánimo y la salud de la mente tienen mucho que ver con nuestras circunstancias. Ninguna pastilla será suficiente para curar a alguien que atraviesa un proceso de duelo, un divorcio, que vive acoso escolar o laboral, que sufre discriminación, que está solo y sin redes de apoyo o que vive en pobreza. La tristeza y la angustia son emociones totalmente congruentes con las realidades miserables de la existencia. El acceso a la vivienda, a una alimentación sana, a espacios verdes, a la educación y a oportunidades de crecimiento laboral son tan importantes para la salud mental como el tratamiento terapéutico y farmacológico. Un niño que tuvo una infancia dura marcada por las carencias, el abandono y la violencia puede volverse un adulto con tendencias depresivas, sin la fuerza para confiar en que es posible moverse del lugar en el que nadie lo ama y además lo lastiman. No serán las pastillas las que lo curen si su falta de deseo de vivir no se acompaña de cierta orientación, por llamar de algún modo a eso que la terapia tiene que hacer a veces, cuando el paciente no concibe la esperanza. Orientación sobre otras formas de vida, otros modos de querer, cercanos al cuidado y a la ternura, que pueden experimentarse, para empezar, en la sala de la terapia, pero también ofrecer una perspectiva que contradiga la visión pesimista del paciente sobre no ser merecedor de amor y buen trato. La parálisis, una de las caras visibles de la depresión, no se cura sólo con medicamentos. Hace falta trabajarse para entender la función del desánimo, del no hacer nada, de no moverse, no arriesgarse e instalarse en la repetición de la de-sesperanza. Trabajarse es poder, de la mano de una red de apoyo que incluye a la terapeuta, imaginar otras formas de enfrentar la vida, menos defensivas y solitarias, menos mortíferas, más vitales. No es que haya que ofrecerle a quien sufre el camino específico pero sí el espacio para poder verse a través de otros ojos, para recibir una escucha sin juicio y sin prisa por despacharle a la puerta, tan frecuente en los servicios públicos de salud mental y en muchos consultorios privados.
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