Quienes moldean su visión del mundo a partir del relato de Telesur, Granma y otros medios de la izquierda autoritaria latinoamericana, están convencidos de que lo que ha sucedido en las dos últimas semanas es que Donald Trump decidió invadir Venezuela para robarse su petróleo.
Para ello convocó a los gobiernos occidentales, que son sus “lacayos” o sus “títeres” -según Nicolás Maduro, “Justin Trudeau no gobierna Canadá”-, a que reconozcan como presidente interino a Juan Guaidó, líder de la Asamblea Nacional de ese país.
Habría que regresar un poco el calendario para convencernos de que eso no es lo que ha sucedido. Trump, que llegó a la presidencia con apoyo de Vladimir Putin, aliado de Nicolás Maduro, y con buenos augurios de los gobiernos bolivarianos, cuyas relaciones con Barack Obama y Hillary Clinton eran muy conflictivas, nunca se interesó en la cuestión venezolana. Lo hizo tardíamente, en su mayor debilidad, cuando las salidas a una negociación parecían cerradas y bajo presión del lobby legislativo cubanoamericano.
Digan lo que digan Maduro o Trump, la complejidad de la crisis venezolana sale a flote. Por lo menos, cinco o seis posiciones sobre Venezuela se han establecido en los últimos días. De un lado están Trump y sus agresivos colegas, John Bolton, Michael Pence, Elliot Abrams, que “no descartan una opción militar”. Del otro, Canadá y el Grupo de Lima, incluyendo los dos gobiernos fronterizos de derecha, el brasileño y el colombiano, aliados eventuales de esa supuesta invasión, que acaban de sostener en Ottawa que no apoyan una solución militar.
Frente a ambos se colocan la Unión Europea, México y Uruguay, reunidos en Montevideo para relanzar el diálogo entre la oposición y el gobierno venezolanos. Buena parte de los estados europeos reconoció a Guaidó, pero no deja de llamar a un entendimiento sobre la base del compromiso de unas elecciones anticipadas. Algunos gobiernos europeos, como el italiano y el irlandés, no reconocen al “presidente encargado”, aunque simpatizan con un nuevo proceso electoral.
La posición de México y Uruguay, al convocar una negociación que ponga fin al “deterioro de los derechos humanos”, la “crisis humanitaria” y la posibilidad de un conflicto armado, se distingue, a su vez, de la de gobiernos como el cubano, el boliviano y el nicaragüense, que más que aliados son hermanos de causa de Maduro. La postura de Rusia, China, Irán y Turquía, por su lado, no es plenamente asimilable a ninguna de las antes mencionadas, ya que esos países subordinan sus vínculos con Venezuela al conflicto con Estados Unidos.
El mundo que hoy se divide ante Venezuela está muy lejos de ser esa comunidad de satélites de Washington que busca una intervención militar en el país suramericano. Más bien parece lo contrario: un conjunto de naciones y regiones que, mayoritariamente, quisiera una solución democrática y pacífica a una crisis generada, ante todo, por el gobierno de Nicolás Maduro.