Desde hace varios meses se discute en los círculos intelectuales sobre fin del liberalismo, como modelo político-económico, y del auge global del populismo como respuesta a las demandas de ciudadanos desencantados.
Las visiones políticas entre el liberalismo y el populismo son, sin duda, incompatibles. Permítame, querido lector, hacer algunas precisiones porque las caricaturas, las simplificaciones y las frases pegajosas pavimentan el camino de los autoritarios.
Utilizando el fraseo aristotélico: el liberalismo se dice de muchas maneras. Se puede comprender desde la filosofía o desde la economía. Así, las propuestas de Amartya Sen o de Robert Nozick son liberales pero no de la misma forma; el primero tiene un fuerte compromiso con la política social mientras que, el segundo, defiende la mínima intervención del Estado.
Además, no todo liberalismo es neoliberal. Hay liberalismos que entienden a los derechos sociales como un elemento central del desarrollo social; mientras que para muchos neoliberales, inspirados en Von Misses, los derechos sociales —simplemente— no son derechos.
Y sí, el liberalismo es imperfecto. También la democracia. Sin embargo, esa fórmula logró el equilibrio maltrecho de los años de la posguerra en los que nos dimos dos lujos: vivir sin tener miedo del miedo y contar con la protección de los derechos humanos.
Judith Shklar y Hannah Arendt fueron las filósofas políticas que hicieron la justificación teórica de dichos lujos. Para la primera, el liberalismo tiene que impedir situaciones condenables, que son aquellas que nos hacen sentir miedo del propio miedo; Arendt, por su parte, argumentó que el liberalismo tiene que crear condiciones deseables en donde se respete el derecho a tener derechos.
Mucho me temo que el populismo —que también se dice de muchas maneras— amenaza los principios de Shklar y de Arendt, pues varios gobiernos populistas han hecho alianzas perversas con distintos modos de opresión ligados a regímenes totalitarios. Mediante el uso de una óptica y retórica propia de Carl Schmitt —jurista del Tercer Reich— han polarizado a las sociedades: el pueblo contra la élite; los buenos contra los perversos; la prole contra los poderosos.
Los populismos de nuestros días han abierto la puerta a los discursos homófobos, misóginos, racistas, clasistas. Han normalizado la ofensa y descalificado a la corrección política como revancha pero, sobre todo, como un modo más de dominación. Y han cometido el mismo error que los abusivos privilegiados del pasado: ordenar la esfera de acción de la ley y de los Derechos Humanos a sus intereses propios —electorales, históricos, morales—.
Y me pregunto, ¿hay alguien que hoy no sienta miedo por su orientación sexual en Brasil? ¿Las mujeres se sienten seguras bajo las políticas de Donald Trump? ¿Hay algún ciudadano que viva bajo un gobierno populista que no tema expresar libremente sus opiniones? ¿Conocen a alguien que no tiemble frente a cada desacato constitucional o cada recorte en Derechos Humanos hecho por algún gobierno populista? Me temo que no, pues la protección o la excepción se derriten como el hielo frente a los giros de la fortuna: el influyente de hoy es el perseguido de mañana. “El miedo sistemático es la condición que hace imposible la libertad y viene provocado, como por ninguna otra cosa, por la expectativa de la crueldad institucionalizada”, ha señalado Shklar.
No ofrezco una tosca apología del liberalismo. Pero tampoco creo que debamos acostumbrarnos a vivir con miedo.