La convocatoria que ha hecho el Lic. Andrés Manuel López Obrador para redactar una “constitución moral” viola todos los principios de nuestra tradición republicana.
En primer lugar, una convocatoria de esta naturaleza no debería proceder del Ejecutivo, sino del Legislativo. El Ejecutivo no puede impulsar, validar y refrendar ningún texto constitucional, por más que se diga que el uso de la palabra “constitución” en ella no sea literal. Y si esto no lo puede hacer el Ejecutivo, mucho menos lo podía hacer un individuo, a título personal, antes de haber protestado como Presidente de la República.
Pero más allá de la procedencia de la convocatoria, lo que es incorrecto –profundamente incorrecto– es la pretensión de que el Estado mexicano decrete una lista de principios morales en los cuales, de ahora en adelante, se basará nuestra vida pública.
Hay aquí una peligrosa zona gris, un terreno de inquietante ambigüedad, que no ha quedado definido. Se ha dicho que la constitución moral será una Constitución oficial, reconocida por el Estado, y que, sin embargo, no será obligatoria, es decir, su incumplimiento no recibirá castigo.
Pero, ¿cómo puede ser oficial sin que sea, hasta cierto punto, obligatoria? ¿Cómo puede ser oficial sin que su incumplimiento no sea visto por las autoridades con malos ojos, con reprobación, incluso con condena?
¿A qué se juega? ¿La constitución tendrá reglas de conducta o simples recomendaciones? ¿Quién será la autoridad para determinar ésta y otras preguntas que surgirán en el día a día de su funcionamiento?
Una manera de entender la laicidad del Estado Mexicano consiste en sostener que no adopta ningún conjunto de creencias religiosas como oficiales.
Sin embargo, México tendrá ahora una moral oficial –que, supuestamente, estará refrendada por la autoridad democrática del pueblo que opinará en la consulta convocada–.
En un sentido amplio del concepto de laicidad, así como el Estado no puede adoptar un conjunto de creencias religiosas como oficiales, tampoco puede adoptar un conjunto de creencias morales como tales.
La llamada constitución moral va contra los principios más hondos de nuestro laicismo constitucional. Ni Juárez ni Carranza hubieran soñado en proponer algo semejante.
Si buscáramos algo parecido en nuestra historia reciente, tendríamos que recordar la reforma al artículo 3 de la Constitución de 1934 que impuso la educación socialista. Lo que se pretendía, en aquel entonces, era dictar una manera de entender al ser humano, a la sociedad y a la naturaleza que estuviera de acuerdo con la doctrina marxista.
Las inteligencias más claras de aquellos años –muchas de ellas en la Universidad Nacional Autónoma de México, foco de la autonomía de pensamiento– se opusieron a ese decreto. Nos toca ahora resistir a la imposición engañosa de una constitución que, aunque se llame así de manera simbólica, puede convertirse en un peligroso instrumento de imposición dogmática, propio de una dictadura.