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El jardín como ficción

FETICHES ORDINARIOS

El jardín como ficciónFoto: Especial
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En el principio fue el jardín, y éste se creó en medio del desierto. Como un ensueño que desmiente la inclemencia del sol y la fuerza de los elementos, en todo jardín hay algo de oasis pero también de espejismo, un refugio en que el tiempo parece detenerse y, aquí y allá, se abre en forma de flor al goce de los sentidos. En Historia y mística del jardín, Juan García Font aventura que éste “es al espacio lo que la fiesta es al tiempo”. Incluso podría decirse que cada uno alberga una esquirla del paraíso.

En numerosas civilizaciones se encuentra la añoranza de un jardín de las delicias en que reinaba la abundancia y la tranquilidad, donde los seres humanos, al amparo de los árboles y las plantas, convivían en armonía y se entendían con los animales. De aquel lugar mítico y privilegiado —todo jardín lo es— no quedan sino reminiscencias vagas, recuerdos más del orden del anhelo que de la memoria, de allí que la jardinería sea una actividad teñida por la nostalgia. Quizá por la conciencia del paraíso perdido, las distintas encarnaciones de aquel espacio remoto parecen siempre bajo amenaza o en equilibrio precario, a punto de desaparecer como cualquier espejismo. Ese lugar es también lucha continua, esplendor en vilo, tarea interminable, paréntesis que voltea hacia la felicidad originaria.

EL CUIDADO DE UN JARDÍN es quizás el jardín mismo, en el sentido de que cabe entender cada uno como un proceso creativo y de atenciones; antes que un lugar o continuación de la casa, se confunde con la raíz de un verbo. Si el cerco y la geometría han sido el modo convencional de contenerlo y controlarlo, no hay que olvidar que incluso el desmelenado, aquél que acepta las fluctuaciones del tiempo y se transforma sin cesar hasta volverse irreconocible, requiere de la intervención humana. Tal vez las nociones del mismo como naturaleza domesticada o arquitectura construida con naturaleza se antojen anticuadas y un tanto tiesas, pero recogen ese aspecto decisivo de dedicación, paciencia y aprendizaje con que el jardinero se esmera en dar forma a su ensueño.

Aunque el paraíso terrenal de la Biblia aparentemente no estaba cercado, la etimología remite a un lugar circunscrito a la manera de los jardines de la realeza, que en la Edad Media dio paso al jardín como hortus conclusus —huerto acotado— y, un poco más tarde, al laberinto de setos, en que los límites y los senderos se confunden con una trampa. Jean Delumeau, en Historia del paraíso, sugiere que sólo después de la expulsión de Adán y Eva se vuelve necesaria una separación entre el adentro y afuera del vergel, una valla o frontera que resguarde el jardín del mundo exterior, sobre el que pesa la desdicha y el pecado. Se suele pasar por alto, sin embargo, que detrás del origen persa del vocablo (pairidaēza significa “cercado circular”, viene del prefijo pairi, “alrededor” y daēza, “pared modelada”) se encuentra la raíz indoeuropea dheigh, que significa “modelar” o “dar forma”, la cual a través del latín se ramificó en la familia del verbo fingere: “ficción”, “fingir”, “figura”, “efigie”, “fetiche”, etcétera. Este ramal permite asomarse al jardín ya no como espacio interior domesticado, sino como naturaleza modelada, como artificio vivo y proliferante: como ficción.

Si bien la historia de estos lugares suele centrarse en el estilo, poner el énfasis en el proceso de dar forma al terreno y la fronda —o las rocas y la arena de los jardines zen— llevaría a una concepción más relacionada con la acción creativa y con la manera en que responde y se adapta al cambio y a los accidentes. García Font, atendiendo más a la mística del jardín que a sus lineamientos de diseño o su linaje arquitectónico, ha hecho ver que la jardinería se practica también en clave de búsqueda: en los viejos jardines egipcios, por ejemplo, se procuraba la concentración, la búsqueda del centro. De los jardines colgantes de Babilonia a los de azotea improvisados en horizontes de cemento, éste ha sido lo mismo campo para la observación botánica que sitio de amores y disfrute; itinerario para la meditación ambulante y zona de diversión y sorpresa; puerta iniciática y enclave de comunidades filosóficas hedonistas; obra de arte y repositorio del saber mágico asociado a las plantas.

LA FICCIÓN ENTRA a este coto de la mano del azadón y las tijeras, del trasplante y la poda, pero también del riego programado y la modificación genética. Todo lo que contribuya a manipularlo se vuelve parte de su hechizo verde, en la acepción originaria en que la ficción es equiparable a moldear un material libremente. En esta época en que muchos escritores le dan la espalda a la ficción y se ufanan de mandar a la imprenta engendros imposibles como la “novela sin ficción”, la audacia del jardinero de recortar un seto en forma de ovni o de estegosaurio resulta, en contraste, de lo más plausible. Pero aun bajo una idea de ficción menos general, entendida como esa operación que multiplica las posibilidades más allá de los constreñimientos de lo real, el jardín convoca vecindades descabelladas y admite superposiciones que no se encontrarían al natural: las nupcias inesperadas del cacto y de la orquídea, por ejemplo; o cortinas de monsteras que dejan pasar la luz entre sus costillas para beneficio de ahuehuetes bonsáis...

La ficción, como anota Juan José Saer, ha sabido emanciparse de muchas cadenas, pero no hasta el punto de renunciar a la realidad objetiva; en todo caso la explora y se sumerge en su turbulencia, en una mezcla entre lo empírico y lo imaginario que expande los alcances de lo dado. En lo que concierne al jardín, la acción humana no puede obviar el desenvolvimiento de la naturaleza ni imponer un ideal fijo a aquello que propende a la exuberancia. Más que una aberración del gusto, un estanque de biznagas —y no de lotos— está condenado a la pudrición. En él, ese límite de lo verosímil lo pauta la supervivencia de las plantas.

Así como la domesticación de la naturaleza sólo puede ser transitoria, la ilusión naturalista (del tipo oriental e inglés, por ejemplo) no se logra sino tras mucho esfuerzo. Pero el jardín, para parafrasear “El concepto de ficción” de Saer, no necesita ser creído en tanto que verdad o naturaleza, sino en tanto que jardín.

Es como una novela siempre en construcción que se lee con los pies y se recorre con los sentidos; un espejismo que abraza la contingencia y postula una concepción muy antigua de casa.

Una pequeña Alhambra en el balcón o un jardín colgante en el alféizar de la ventana no quieren ser remedos del bosque o de la selva; al igual que la ficción, procuran volver más habitable el rincón en que vivimos.