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Piezas únicas

Un relato apocalíptico, desolador, en medio de dunas de desperdicio, chatarras tecnológicas y podredumbre. El escritor José Diego, ganador del XXXVIII Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción, crea un escenario catastrófico, en el que escasea el oxígeno; en donde el personaje principal se encuentra con restos desmembrados de androides al acecho constante de niños-rata, pero surge “un auténtico milagro en el desierto”: la presencia de un cuerpo artificial femenino que se convierte en algo inesperado para él.

Imagen de un astronautaFoto: Easy Peasy AI
Por:
.Gráfico: La Razón de México

Durante las últimas semanas no encontré nada que valiera el riesgo de arrastrar en el saco hasta la cueva para dedicarme durante horas a espulgar cables y circuitos, a raspar el sarro y a despiezar componentes para vender en la Rumia de la Prioridad. Pero hoy ha sucedido algo milagroso. Después del encierro provocado por la última tormenta de arenisca y por los deslizamientos de desechos en los basurales, he vuelto a trabajar. Tuve que remover el estercolero de plásticos, restos tecnológicos y bazofia informática que tapió mi agujero. Me escabullí con dificultad entre la mugre y los residuos acumulados hasta que logré despejar la entrada. La erosión que provoca en los montículos una tormenta de arenisca puede ser determinante para los cosecheros de basura porque el panorama cambia por completo. La mayoría prefiere que sus refugios estén a las afueras de estas dunas de desperdicio. Yo insisto en quedarme porque crecí aquí: esta tos es mi herencia. Y aunque he tenido que ir de agujero en agujero, o restaurar los bordes de las cuevas que elijo para ocultarme en cada vendaval, prefiero quedarme entre los desechos, incluso, cuando me he sentido devorado durante días dentro de este vientre de podredumbre, resistiendo con esta creciente tos a que la reserva de oxígeno de la mascarilla no se agote y me convierta en alimento carbónico en este páramo tóxico.

Finalmente, hoy salí. Realicé el recorrido para reconocer las laderas de basura que mi memoria podía reconstruir en su confusa orografía. El paisaje cambia constantemente entre los desechos. Con el bieldo electrónico levantaba los residuos, intentando penetrar en los bloques que la ventisca deslavó. Hay que cavar y remover y afinar la mirada bajo los radiovisores para encontrar esas piezas que pueden esconder tesoros dentro de sus desgastados recubrimientos. Los artefactos complejos suelen contener una mina de conectores, diodos, flip-flops, retículas, chips; también resultan muy atractivos los restos metálicos, las aleaciones, los componentes de estaño, los residuos de cobre, plata, mercurio.

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El sol atravesaba con furia la costra de polución calentando la materia de desecho, densificando el escaso aire. Llevaba varias horas inmerso en aquella rutilante luminosidad plomiza, escuchando la hosca resonancia de la tos, cuando al remover una placa de fibras de polietileno, alcancé a visualizar algo parecido a una mano extendida hacia la superficie. No es que fuera la primera vez que encontrara restos de androides, pero la posición de los dedos reproducía un gesto dolorosamente humano que me cautivó: ese ademán de quien clama por ayuda. Siempre que descubro los cuerpos desmembrados de los artificiales pienso en la arbitrariedad y en el capricho de los usuarios, en la permanencia de los despojos y en la crueldad de la obsolescencia programada. Pero para un cosechero, esta clase de descubrimientos resulta en una jugosa oportunidad para comerciar piezas únicas.

RETIRÉ EL BIELDO ELECTRÓNICO. Me aproximé al brazo extendido que —salvo por una desgarradura pronunciada en las fibras de la muñeca— parecía retener cierta extraña actividad; no exactamente movimiento, sino esa forma indefinida de transmisión que solemos atribuirle a algo en estado activo. Descansé un instante porque la tos había vuelto y me impedía respirar. Verifiqué la carga magnética y la temperatura de la masa con el electrostático. Inerte: sólo una masa inerte; pero resultaba inquietante el gesto adoptado por la mano. No comprendía si aquella fue la última reacción mecánica del cuerpo artificial derrochando los espasmos de energía para remover los escombros o si la erosión de los montículos de chatarra tecnológica provocada por las sucesivas tormentas dispusieron para mi asombro su extraña posición. Permanecí observando la mano que demandaba mi auxilio. Su hallazgo me quitó por instantes el aliento, dejándome en un espasmo. Tardé en atreverme a tomarla, pero al final lo hice —y diría que sentí algo vital. No era posible liberar la mano porque parecía unida a otra extensión del cuerpo que yacía cubierta de residuos industriales. Me incliné para empujar los pesados bloques y descubrir el brazo y la curvatura inicial del hombro enterrados entre los desechos. Las lesiones y desgarramientos de la piel sintética dejaban al descubierto los mecanismos del ensamblaje, así como los microtransmisores de simulación celular y la gelatinosa retícula de su dermis parcialmente carcomida por el sol. La densidad del miembro robótico aún resultaba sensible al tacto. Tiré con fuerza para liberar la masa soterrada entre el conglomerado de desperdicio, pero resultaba imposible remover la obstrucción y empezaba a faltarme el oxígeno. El cuerpo se resistía por las partículas que se le adhirieron desde que fuera arrojado a su destino en los basurales, pero alcancé a descubrir la cabeza y parte del torso incrustados entre la pedacería y los resabios. Aunque no se distinguía el rostro, resultaba obvio por la línea baja del cuello, el hombro y el borde de la espalda que se trataba de un androide femenino. Es muy difícil reconstruir la trayectoria de un desecho doméstico o industrial que no fuera previamente desensamblado para la reutilización de sus partes por los centros autorizados, por eso, aunque no era la primera ocasión en que encontraba restos desmembrados de androides cuyos sistemas estuvieran por completo retirados, tampoco era tan común que esto sucediera, mucho menos con un cuerpo en el estado en que lo descubrí. Un auténtico milagro en el desierto.

Su hallazgo me quitó por instantes el aliento, dejándome en un espasmo. Tardé en atreverme a tomarla, pero al final lo hice —y diría que sentí algo vital

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No pude extraer el cuerpo, se encontraba atascado. Requería de las pinzas de corte ancho y de los arrastraderos, el separador hidráulico y las cizallas. Un nudo de alambre sujetaba los miembros inferiores impidiendo su salida. De haberlo forzado, seguramente habría amputado el brazo o desgarrado la recubierta dérmica o desmembrado por completo los restos del cuerpo. Necesitaba remover los bloques de desperdicio con cautela, cortar los alambres, desanudar los cables, no comprometer los miembros que pudieran estar conectados. Prácticamente no dormí por la excitación del hallazgo. Dejé aquel brazo y su torso cubiertos por una lámina de manera que ninguno de los niños-rata que pepenan la carroña que dejamos los cosecheros pudiera encontrarlo. Conozco la pericia de los niños-rata. Aprovechan las horas previas al amanecer para husmear en los escondrijos por donde trabajamos los cosecheros. Conozco sus mañas: yo fui un niño-rata.

DURANTE LAS HORAS en la cueva, pensaba en desmantelar el cuerpo y aprovechar los circuitos, la fibra, los mecanismos, los nódulos, los microcomponentes; o quizás, ofertar los miembros como prótesis en las inmediaciones del Hospicio, en realidad, era difícil suponer el estado de las partes. He sabido, por los cosecheros veteranos que en la Rumia se ofrecen fuertes cantidades para reprogramar estos cuerpos, los venden para el circo de los Bordes o como esclavos para las minas.

Pero, también me excitaba la idea de recuperar un autómata para restaurarlo, ese oscuro impulso de crear algo que pueda responder a nuestras demandas, servirme de su mecanismo para incrementar la recuperación de materiales.

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Volví con la maquinaria precisa para retirar los despojos de basura y extraer el cuerpo. Por la complejidad del embrollo, resultaba evidente que llevaba largo tiempo sepultado entre la bazofia tecnológica, tal vez fue revolcado durante años por las tormentas de arenisca y los constantes deslaves de los montículos y la remoción fortuita de los cosecheros de basura. Me parecía increíble que permaneciera a la vista sin ser desmantelado. Los desperdicios se le fueron pegando por los residuos de adherentes y resinas que su propia descomposición fue generando, por lo que se trataba de un modelo cuya obsolescencia debió cumplirse tiempo atrás. También porque las leyes de la Prioridad han condicionado la fabricación de ciertos modelos humanizados. El sol contribuye al derretir siliconas y pastas de vinilo. Las masas se van transformando en una suerte de aglomerado industrial que se necesita separar con paciencia minera para obtener el beneficio de las piezas.

No fue sencilla la remoción del cascajo. Conforme separaba los desperdicios parecía más intrincada la extracción. Un cuerpo que poco a poco fue emergiendo en su mutilada integridad recubierta por residuos. Se trataba de un sujeto femenino del tipo servidor de entretenimiento; una inquietante y compleja maquinaria de diseño que tal vez fuera desechada tras los primeros signos de su deterioro, o por fallas de origen, o quizá por la brutalidad de los usuarios a la que no consiguió resistir. Cuentan en la Rumia que lo más común es hallar los restos desmembrados de androides femeninos que fueron utilizados como sustitutos sexuales y que fueron reducidos como despojos.

El arrastre a la cueva fue agotador, sobre todo porque tenía que cuidarme de no ser descubierto por ningún niño-rata ni por los carroñeros llevando un cuerpo por la ladera de los basurales. Cuando alcancé la entrada de mi guarida, la tos obstruía mi pecho. El cansancio me agarró de la espalda hasta los tobillos obligándome a dejar el cuerpo tirado entre las demás piezas de recolección que estaba limpiando. La necesidad de retirarme la mascarilla y reposar me obligó a quedar tendido cerca de su cuerpo. Me dormí con el traje de aislamiento puesto. Desperté y observé el semi rostro que yacía a mi lado: sin vida, es decir, sin actividad. Una marioneta descoyuntada que imprecaba por más tiempo desde su silenciosa desconexión. Giré mi torso para contemplarla con detenimiento y acaricié los manchones de cabellera sintética que revestían la lisura de su cráneo. Ante mis ojos, esa sutil monstruosidad, empezaba a ser alguien: sus pómulos, sus mejillas y sus labios estaban carcomidos por la corrosión o por el maltrato; su brazo derecho estaba completo, pero con la fibra sintética de su piel desgarrada; su brazo izquierdo, mutilado; al parecer, el mecanismo que unía la cadera al torso presentaba una compleja avería porque los miembros no encajaban o no poseían la continuidad de un cuerpo sino una especie de amarre; las articulaciones se encontraban infestadas de adherencias; le faltaban ambas pantorrillas y su dorso estaba cubierto por residuos y carcoma artificial. Aun así me resultaba fascinante mirarla. ¿Cuál era su pasado? ¿Tienen historia los androides?

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Me fui acostumbrando a su presencia. La postré sobre la tabla de la mesa de trabajo y desde que me levantaba, acudía a ella para retirarle con sobrada paciencia los excedentes de materia adherida a su cuerpo y los resabios de la corrosión. Tuve que recurrir a algún solvente para desprenderle la carcoma artificial. Y me dolió hacerlo. Las plastas de residuos engrosaban su cuerpo. Poco a poco, bajo el bisturí, la lima y mi asombro, iba recuperando sus delicadas formas y cierta tonicidad en sus miembros. Mis manos le devolvían paulatinamente su ser. ¿Era un producto de mi destreza o una criatura moldeada por mis deseos? ¿Para qué querría tener a una artificial conmigo? Rasuré por completo su cabeza, dejando al descubierto las placas lesionadas de titanio de sus parietales, puesto que la superficie dérmica que se había conservado comenzaba desde el nacimiento de las cejas y en la parte baja del cuello y la barbilla. Lejos de percibirla como una cosa mecánica, su apariencia descarnada —incluso con las placas metálicas y la celulosa roída— la volvían más humana, como si lo desgarrado fuera un recordatorio de mi propia precariedad.

Ahora, la recolección de materia se había convertido en la pesquisa de esas piezas únicas que podrían servirme para restaurarla: microcircuitos y nódulos específicos para restablecer su sistema, extensiones de aluminio para reconstruir parte de sus miembros, desechos de plasma, acetato, silicona, fibras celulares sintéticas. La reconstrucción requería de tiempo, no se nace en unos días.

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RESTAURAR E INTERVENIR su cuerpo fue convirtiéndose en una labor inquietante, pero necesaria, la cual me fue resultando más que imprescindible, una obsesión. El paso del tiempo se expande mientras me aboco a la tarea de limpiar los circuitos primarios que son la fuente que puede generar la reactivación de su sistema. Lo he intentado sin éxito. Se trata de un modelo elaborado a partir de una composición celular sintética, una especie de réplica de las funciones biológicas. La trama celular tiene un ciclo de actividad determinado, por lo que es probable que no lograré restaurar su sistema, sin embargo, me esfuerzo en hallar el nódulo que detone su activación, por eso, la pesquisa de desechos se ha centrado en todo aquello que pudiera servir para revivirla, es decir, para reactivar sus funciones y arriesgar una posible restauración; aunque por la complejidad del ensamblaje, pareciera que ha sido intervenida en distintos momentos. Busco los componentes, las extensiones, los miembros que se requieren. Al principio, recorrí el perímetro en que la hallé, suponiendo la posibilidad de encontrar los restos que por la remoción de escombros hubiera olvidado, luego amplié paulatinamente el área de búsqueda, hasta desistir y conformarme con materiales similares que pudieran adecuarse a su cuerpo. Veo mayor complicación en conseguir las extensiones bajas de sus piernas, lo que me hace suponer que necesito cerrar los conductores y la transmisión del circuito recubriendo las rodillas con plasma o vinilo para formar dos muñones. ¿Aceptaría renacer incompleta?, ¿reconocería la carencia de sus partes mirándome como modelo?, ¿me agradecería por haberla ensamblado?, ¿se reconocería como un monstruo? ¿Qué utilidad puedo obtener de un androide deficiente? Ella es lo único que me interesa.

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Una nueva tolvanera nos ha recluido en la cueva. Aprovecho para concentrarme por completo en las pruebas de restauración, pero parece improbable. Me doy cuenta de que quisiera que hablara. Que todo este esfuerzo es quizá para rescatar una voz. ¿Podría relatarme su origen?, ¿conservará la memoria de sus anteriores restauraciones?, ¿nacerá por completo a la vacía novedad del mundo?, ¿qué función tendrá entre los basurales y el desperdicio? Mientras escucho los trancos del ventarrón desgajando las colinas de desechos, descubro que su presencia se ha convertido en una compañía que antes me era por completo innecesaria. Pero, su silencio acentúa la sensación de soledad que me ha surgido desde que la encontré, como si el mutismo de su cuerpo mutilado hubiera iluminado una oscura realidad que yacía oculta a mis ojos. Los días acumulan basura impidiéndome salir a buscar materiales y el cansancio provocado por la tos me debilita. El interior de la cueva empieza a fracturarse reduciendo el hueco en donde apenas cabemos ella y yo. Dos cuerpos opuestos confrontados. ¿Podría escaparme entre los escondrijos para volver a la superficie y salvarme?, ¿estaría dispuesto a abandonarla, a dejar inconclusa la obra, a sacrificar su presencia?

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La presión de las placas de residuos ha sellado los conductos del aire. Estamos inmersos en el vientre de una ballena sintética. El oxígeno comienza a escasear. Hace días que me consumo sin alimento ni agua. La sensación de asfixia que provoca la opresión del espacio y la tos me impide hacer cualquier esfuerzo. Pensar es de por sí un derroche. Me quedo a su lado, admirando su negada posibilidad. Desisto de las pruebas. He fallado en la transmisión de energía. No hay más energía que la concentración de gases tóxicos. Hace unos días o hace unos momentos —el tiempo se ha comprimido anulando sus referencias— pensé que movía los glóbulos oculares recuperando el flujo de carga nerviosa, pero supongo que todo fue producto de la ilusión o el deseo. En vano quise restituir su cuerpo para recuperar su historia, o para devolverle su presencia activa y obtener su voz. Su voz me reconfortaría; en cambio su inerte silencio resalta mi fragilidad. Afuera, los relámpagos quiebran el cielo con su estridencia y el ventarrón remueve las dunas en que perecemos.

Los resabios de luz se disuelven hasta perderse. Cada vez veo menos. Me queda el tacto, pero la oscuridad lo anula. ¿Sobreviviremos?, ¿sólo perdurará ella? Quisiera haber concluido su restauración. ¿Alguien, en otro tiempo, podría encontrarla? ¿Recordará lo que hice por ella? Antes creía que lo último en disolverse sería la sensación del cuerpo, hoy sólo me queda el pensamiento.

¿Existirán más cuerpos artificiales dispersos en los basurales, esperando una mano para resurgir? El aire se fuga en la nada, el cansancio me reduce a un solo y sostenido malestar. Escucho el eco de la tos como algo demasiado distante que resuena fuera de mí, cada vez con mayor debilidad… Los estertores de mi cavidad torácica me recuerdan el haber vivido… Incluso este pensamiento se funde con la oscuridad… Sólo siento su mano aferrándose a la mía y una voz metálica que gotea en el vacío.