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La democracia perfecta

TEATRO DE SOMBRAS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Hay muchas quejas sobre la democracia. Se las escucha por todos los rincones del globo. 

Frente a tantos reclamos, podría suponerse que la democracia trae una falla de origen y que, por lo mismo, nos hemos engañado acerca de ella. En una de ésas, la democracia no es el mejor régimen político al que podemos aspirar y, ni siquiera, como se dice, el menos malo de los conocidos.

Ante esta coyuntura podría plantearse la pregunta: ¿cómo sería una democracia perfecta?

Quienes nos invitaran a abordar esta cuestión nos dirían que, a menos de que tengamos una idea de la democracia perfecta, no podremos mejorar a la democracia existente. Como afirmaba Platón, a menos que conozcamos el arquetipo inmarcesible del bien o de la justicia, no podremos reconocer aquello que se acerca más o menos al bien o la justicia en este mundo de apariencias.

Una manera de imaginar la democracia perfecta es la de suponer que los ciudadanos que habitan en ella son, a su vez, perfectos. En esa situación, todos los ciudadanos tendrían exactamente las mismas cualidades y las tendrían, además, en el grado más alto. Por ejemplo, todos actuarían de manera racional. Nadie sería esclavo de sus pasiones o cometería algún error en sus razonamientos. Además, siempre actuarían de manera moral. En su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant imaginó un mundo que llamó el “reino de los fines” en el que todos obedecen al pie de la letra las leyes que se han dado a sí mismos siguiendo su conciencia moral. En ese reino, afirmaba Kant, todas las personas son tratadas como fines y ninguna como medio. Como resultado de lo anterior, en una democracia moldeada de ese modo habría una armonía absoluta. No habría conflictos políticos ni sociales. La colaboración entre los agentes sería plena. Todos seríamos felices en compañía de los demás.  

Hay otra manera de imaginar la democracia perfecta que no exige que los ciudadanos sean puros, que los acepta tal y como son, pero que pide que sus normas legales, sus reglas de operación y su funcionamiento diario sí sean perfectos. Desde esta perspectiva, la democracia se concibe como una máquina política que funciona sin fallas, como un reloj que no necesita cuerda y que no se atrasa nunca. Esta estructura no requeriría mejora alguna, ni siquiera reparación eventual, porque operaría perfectamente con los seres humanos de carne y hueso que habitan dentro de ella. En su opúsculo La paz perpetua, Kant —¡otra vez Kant!— afirmó que hemos de concebir una república que no requiera de seres humanos parecidos a los ángeles, sino que pueda funcionar incluso con seres humanos parecidos a los demonios. Según Kant, en una situación como la descrita, los ciudadanos podrían velar por sus intereses egoístas y, sin embargo, la república funcionaría de manera impecable.

Como es obvio, no hay ninguna democracia que se acerque a cualquiera de estas dos versiones de la democracia perfecta. En estas alturas de la historia hemos perdido la fe en la idea ingenua del progreso que nos hacía confiar en que, aunque fuera de manera lenta, los seres humanos podríamos superar todos nuestros defectos y corregir todas nuestras equivocaciones. Pero si jamás habrá una democracia sin tacha ¿para qué seguir procurando una democracia que irremediablemente será imperfecta y, por lo mismo, frustrante? ¿no sería preferible buscar por otro lado?

Mi respuesta es que no debemos juzgar el proceso de reconstrucción social desde el balcón demasiado alto, irrealista, de la idea de una democracia impoluta. Eso es un error muy grave, filosófico y existencial.

En contra de aquellos que piensan que tenemos que imaginar la democracia perfecta para saber cómo arreglar nuestra democracia imperfecta, considero que hemos de concebir a la democracia como un proceso que se puede renovar sobre la marcha sin necesidad de contar con un camino ideal trazado de antemano. No debemos sentirnos inconformes por tener una democracia defectuosa. En vez de abandonar la democracia que hemos construido con tanto esfuerzo, lo que debemos hacer es examinarla con objetividad y responsabilidad para detectar aquellos aspectos en los que podemos corregirla. No existe el ser humano perfecto, ni la sociedad perfecta. Lo único que existe —que puede existir— son los seres humanos y las sociedades que trabajan sinceramente para ser un poco mejores cada día.