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Horacio Vives Segl

50 Aniversario del golpe de Estado en Chile

ENTRE COLEGAS

Horacio Vives Segl
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Antes del fatídico de 2001 —al que no hay que restarle importancia, por supuesto— hubo antes otro 11 de septiembre de profunda significación para América Latina.

Fue en 1973, en Santiago, y este lunes se cumplieron 50 años: el golpe de Estado que representó el fin del gobierno socialista que había sido democráticamente electo en Chile en 1970; la muerte, ese mismo día, del presidente Salvador Allende —aunque trascendería, tiempo después, que se suicidó y no murió a manos de los militares alzados—, y el arranque de la larga tiranía que, por 17 años, detentó el infame Augusto Pinochet.

La efeméride es importante no sólo por haber significado el quiebre institucional en uno de los países con las más sólidas instituciones democráticas de la región, sino también porque, junto con la Revolución Cubana, se trata de uno de los hitos más significativos para la izquierda latinoamericana. Como absolutamente condenables fueron el golpe y la dictadura fascista de Pinochet, también lo es el régimen totalitario que, en las antípodas ideológicas, se ha enquistado por ya demasiadas décadas en la isla caribeña.

Tras una experiencia tan brutal como fue el totalitarismo pinochetista, las secuelas siguen dividiendo y polarizando hoy en día a la sociedad chilena. Es imposible disociar el medio siglo del golpe de Estado de la agenda del gobierno al que le correspondió organizar las conmemoraciones, que lo hizo de manera muy distinta a lo que ocurrió con el 40 aniversario, cuando el entonces presidente de derecha, Sebastián Piñera, reprobó categóricamente el golpe y señaló a sus cómplices pasivos —la derecha económica y política del régimen pinochetista, asumiendo su responsabilidad y culpabilidad históricas—, lo que simbolizó los frutos de un logro político nada menor que se había conseguido para entonces: una serie de acuerdos democráticos mínimos suscritos por toda la sociedad chilena. Diez años después, el escenario político es completamente distinto.

Tras la incapacidad de dar respuesta al quiebre social detonado en octubre de 2019, y con la popularidad en caída libre del presidente Gabriel Boric, la conmemoración del cincuentenario encuentra a Chile en un escenario notoriamente distinto al de hace una década. Hoy, la torpeza ante la sola idea de que es plausible el surgimiento de una historiografía que pone a revisión el golpe militar, dio lugar a que se desataran los demonios de la más silvestre intolerancia y que fuera imposible adherirse a un documento que representara un acuerdo social mínimo, suscrito unánimemente por la sociedad y las fuerzas políticas chilenas.

La caída en desgracia de Patricio Fernández, encargado por el presidente Boric de la organización de las festividades, es un ejemplo de manual estalinista de cómo señalar a un personaje incómodo y presionarlo a tal grado que lo lleve a confesar un “crimen” ficticiamente prefabricado. Ello lo llevó a renunciar al encargo, ante las presiones de sectores sociales incapaces de llegar a esos acuerdos, que en las generaciones previas permitieron la construcción de consensos mínimos para ir construyendo los cimientos de una nueva era de democracia y convivencia social.

Pareciera que Boric puso su agenda partidista por encima de la agenda de país. Si bien es cierto que más del 70% de la población chilena actual no había nacido cuando se dio el golpe, resulta alarmante el desinterés ante la celebración del cincuentenario, así como el que una amplísima mayoría de chilenos considere que se trata de un evento que divide al país. Una gran oportunidad perdida para aprender de la Historia. Como suele pasar con los populismos de derecha o de izquierda, lejos de generar unidad, el resultado fue polarizar aún más a la nación sudamericana.