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El tiempo de los árboles

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

A los diez años, lo recuerdo bien, tuve la certeza de que los árboles caminan.

El hecho de que mis ojos no pudieran registrar su desplazamiento no sólo no me arredró, sino que constató que el tiempo de los árboles es otro. Caminan, es evidente en el ciego desarrollo de sus raíces, que puede ser kilométrico, y en esa obstinada ramificación que se niega a concluir, siempre abriéndose en nuevos deltas que a su vez producen hojas con sistemas nerviosos que no conocen la quietud. Los grandes troncos, engañosos, se deleitan secretamente al conquistar, en una pausada dinámica de anillos, medio milímetro más de nuestra atmósfera. Hoy le pongo palabras a lo que fue no más pero no menos que una sinapsis en la conciencia de un niño de diez años, un hallazgo inolvidable. Esa imagen permaneció, latente, y muchos años después compareció sin avisar en mi primer libro de poemas.

En mi temprana adolescencia descubrí a los ents de Tolkien, criaturas con aspecto arbóreo que a su vez eran pastores de árboles. Robustos y con barbas largas parecidas al musgo, los ents podían hablar con voces semejantes a profundos instrumentos de viento, pero su lengua era tan compleja que nadie podía aprenderla, una lengua lenta, acumulativa y de larguísimo aliento. De ese prodigioso lenguaje dijo uno de ellos, llamado Bárbol: “Es un lenguaje encantador, y lleva mucho tiempo decir algo en él, pues nunca decimos nada a menos que merezca la pena el tiempo que requiere decirlo”. Su raza es previa a la de los hombres y es probable que despierten una vez más para librar una última batalla contra la destrucción de los ecosistemas.

Años después, un poeta jardinero de nombre Gabriel Zaid me recomendó la lectura de un relato breve y profundo: El hombre que plantaba árboles, de Jean Giono. Es la historia de un solo hombre, un pastor llamado Elzéard Bouffier, que en la Provenza francesa convierte un valle desolado en un bosque rico en árboles. Es un trabajo de años, décadas, una restauración del paisaje llevada a cabo por la determinación de un individuo, un bastón y un puñado de bellotas. Algo parecido hicieron el fotógrafo Sebastião Salgado y su esposa, Leila, en Minas Gerais a finales de los noventa: a lo largo de dos décadas reforestaron el bosque y convirtieron 710 hectáreas de aridez en un paraíso tropical.

Antier leí este párrafo de René Magritte: “Creciendo de la tierra hacia el sol, el árbol es una imagen de cierta felicidad. Para percibir esta imagen, debemos ser tan inmóviles como el árbol. Cuando nos movemos, es el árbol el que se convierte en espectador. Igualmente, en la forma de sillas, mesas y puertas, es testigo del más o menos agitado espectáculo de nuestra vida. El árbol, convertido en ataúd, desaparece adentro de la tierra. Y cuando se transforma en fuego,

desaparece en el aire”.

Hay un ciprés en Chile que tiene 3,647 años de edad, un jovenazo, si se le compara con Pando, una colonia clonal en Utah que surgió de un único álamo temblón. Es un solo organismo viviente con un sistema masivo de raíces bajo tierra y cuya edad aproximada es de 80 mil años.

El tiempo de los árboles es otro. Y caminan, les digo que caminan.