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Uroboro

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Que la figura geométrica característica de los calendarios sea el cuadrado es algo que no deja de extrañarme, siendo que el tiempo es tan eminentemente circular, tan intuitivamente cíclico. En la lenta, casi indistinguible disolución de este domingo ya se comienza a condensar el lunes, y en la unidad casi imposible de un solo segundo está escrito un melodrama completo de catástrofe y renacimiento. Es cierto que nacemos y morimos definitivamente, pero no podemos ubicar el origen ni el final de esta gran historia de la que somos apenas un microcapítulo.

Las olas también nacen y mueren, pero su movimiento es espiral y no el de una biografía en línea recta (se desenvuelven, además, sobre una esfera en rotación que las aúpa). Leemos el calendario de izquierda a derecha para entendernos, por convención, y también porque nuestra fatalidad no es muy creativa. La precipitación del futuro hacia el pasado, que se resuelve en un presente incandescente, sugiere una lectura inversa, de derecha a izquierda, y hay una especie de pasmo (Wittgenstein diría que de eternidad) en la intemporalidad del presente puro. Imagino al tiempo como la superficie del sol, chisporroteante, rizándose sobre sí mismo en una colosal crepitación. ¡Queremos calendarios circulares!

El año viejo y el año nuevo, aún ligeramente trenzados, son parte de una rueda que no podemos ver pero que sospechamos. Los poetas lo saben e insisten sobre ello: Philip Larkin le hace decir a los árboles: “Ha muerto el año… / Comencemos otra vez, otra vez, otra vez”, y Carlos Drummond de Andrade nos recuerda que “El último día del año / no es el último día del tiempo”, y que incluso “El último día del tiempo / no es el último día de todo”, pues “la boca está comiendo vida la boca está repleta de vida”. Esta imagen nos remite a otra, que en realidad es un símbolo ancestral que cifra lo que estoy queriendo decir este 1 de enero (que para ti será 2 de enero, y que muy pronto será antier): la del “uroboro” o serpiente que se come a sí misma. Si la boca, como dice Drummond de Andrade, está repleta de vida y la boca está comiendo vida, entonces la boca está comiéndose a sí misma, último anillo de la operación urobórica, éxtasis de la autofagia temporal. El uroboro sugiere la idea del proceso cíclico de la naturaleza, del día y la noche, de las estaciones, de la vida y de la muerte, e incluso de los ciclos de la historia. Se ha dicho que también simboliza el esfuerzo eterno o inútil, como en Sísifo, pues en el recomienzo no hay progreso. Para Jung, es un “símbolo drástico de la asimilación e integración del opuesto, de la sombra. Al mismo tiempo, este proceso circular es explicado como un símbolo de la inmortalidad, es decir, de la constante autorrenovación, pues se dice del uroboro que se mata a sí mismo, se da vida a sí mismo, se fecunda y se da a luz”.

Pienso, en este arranque del año, en la autorrenovación como una asimilación de mi propia sombra para poderme dar a luz. No pienso en la inmortalidad sino en la transformación, y eso me parece suficiente.