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Valeria López Vela

La fragilidad social

ACORDES INTERNACIONALES

Valeria López Vela
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Los seres humanos tendemos a suponer que las cosas serán como ha sido, sin que importe que hagamos poco o mucho por mantenerlas. Nos pasa con los amores, con el peso, con las amistades y con la salud. Creemos en el espejismo de la estabilidad cuando, lo sabemos bien, no hay nada más constante que el cambio.

A pesar de eso, insistimos en aferrarnos en las quimeras de las identidades, en las falsas seguridades, en los asideros de lo que ha sido para estrellarnos con la estampida de lo conocido, de lo que fuimos, de lo que construimos.

Esto mismo ocurre con los países, con las instituciones, con las estructuras sociales en donde el ácido que corroe la estabilidad es la violencia —en todas sus formas, manifestaciones, activas, pasivas o silenciosas—. Y en la refriega por mantener lo que se ha sido, encuentra oxígeno todo lo que ya no será más.

En los últimos días, en Francia, hemos visto enfrentamientos sangrientos entre los ciudadanos que añoran ese país que ya no es y los que no terminan de ajustar las nuevas condiciones de convivencia. Esta tensión ha hecho que ciertas prácticas sociales sean doblemente injustas e, inevitablemente, han abierto la puerta a la violencia —que desdibujará aún más esa Francia que existió dejando de existir—.

Más allá de los disturbios, que pueden tener diferentes causas, como problemas socioeconómicos, tensiones étnicas o raciales, descontento político o conflictos laborales, lo que vemos es un choque cultural —que no civilizatorio—.

Y entre las pérdidas por los ajustes, lo que es más riesgoso perder no son las formas sociales sino la estabilidad de la convivencia. Los disturbios deberían ser, sugiero, un llamado de atención para construir nuevos patrones de convivencia entre los diferentes grupos que, de facto, están en territorio francés, bajo leyes francesas, pero con tipos de ciudadanías diferenciadas.

Esta doble condición es la muestra de la fragilidad social por la que atraviesan los franceses. No lo son ni las diferencias culturales, de tono de piel o de costumbres, sino el trato legal segmentado. De acuerdo con datos de Reuters, en lo que va del año, tres personas han muerto durante controles de tráfico de la Policía y el año pasado 13 personas murieron en incidentes similares, en donde la mayoría de esas víctimas eran negras o de origen árabe.

Hoy, los partidos de ultraderecha aprovechan este revuelo para envolverse en la bandera de un patriotismo peligroso, reaccionario e intolerante que poco favor le hace a la tierra que vio nacer a los derechos humanos.

¿Qué sigue? Ajustar la graduación del enfoque de derechos humanos y aprender a mirar con ojos de igualdad a los nuevos ciudadanos franceses, olvidando el origen, la raza o el acento. Volver a acabar con las distinciones aristocráticas —-por sangre, por herencia— e insistir en la igualdad de todos los ciudadanos como, en su momento, hizo la Revolución francesa.