Ilustración Rafael Miranda Bello La Razón
El Presidente tenía fama de terco. Una cualidad negativa en el poder. La terquedad no es lo mismo que la perseverancia, de igual modo como la violencia es distinta a la fuerza, o la grosería difiere de la franqueza.
Era un hombre habituado a los ritos del poder, había pedido por eso una audiencia especial y urgente, no quiso abordar al Presidente con este tema en una de las reuniones de gabinete. Llevaba así por escrito su renuncia. El motivo deseaba expresárselo directamente y en privado.
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Durante muchos días caviló acerca de esta decisión. No era apto para ocupar un puesto en una circunstancia de emergencia (eran los días del movimiento estudiantil de 1968). Debía dejar por ello el espacio para una figura más adecuada y no ser un estorbo.
El escritor, uno de los más grandes de su tiempo en México, era también un político serio, había sido gobernador en Jalisco y ahora era secretario de Estado. Sus padres, unos humildes campesinos católicos, quizás no imaginaron nunca hasta dónde habría de encumbrarse ese hijo talentoso.
Estaba lleno de clasicismo. No escribía una línea literaria sin escuchar música clásica, de preferencia el Réquiem de Sebastián Faure. En especial se inspiraba en los pasajes más celestiales de esa música. Su espíritu entendía el mal, pero no quería ocuparse de ello como expresión de un infierno en la Tierra, más bien lo percibía y lo expresaba como algo difuso, enmascarado, incluso sutil. No lo negaba en sus escritos, pero prefería pensar en el paraíso y escribir como si la bondad pudiera prevalecer en el mundo a pesar de todo.
Y Blas Pascal (1623-1662) era suyo como un maestro querido. Si un pensador lo inspiraba, era el francés jansenista del siglo XVI, es decir, un católico disidente sin abandonar la Iglesia, casi un puritano, un creyente en la Gracia, quien sin embargo sabía de la lucha eterna entre el bien y el mal en el espíritu humano.
El Presidente, a pesar de la presión de esos días, se mantenía hierático como siempre. Veía directamente a los ojos tras sus gafas de cristal grueso utilizadas en su oficina. Él también usaba lentes, se los quitó y entregó su carta. Tenía preparado el discurso, breve, solidario en una circunstancia difícil en la cual se sentía rebasado, “no ser un estorbo”, se repitió una vez más en silencio.
Había imaginado algo ridículo: después de leer su carta, el Presidente —quien nunca se permitía esa clase de confianzas—, se levantaría de su escritorio, se encaminaría hacia él, quien de pie recibiría entonces un abrazo fraternal, enérgico, tal como era su carácter. Iba a ser la respuesta generosa a un acto desinteresado.
El Presidente Gustavo Díaz Ordaz (1911-1979) carraspeó un poco y después preguntó, seco y brutal: “¿Y usted cree, hijo de la chingada, que voy a aceptar su renuncia en estos momentos?”. Fuera de sí lanzó el papel hacia Agustín Yáñez (1904-1980), su secretario de Educación. Él no atinó a hacer nada, inmóvil, ni siquiera intentó agarrar su carta, hubiera querido levantarse y huir para calmar esa sensación interna equivalente a un vacío repentino, en lugar de eso permaneció en silencio, con la dignidad herida.
Agustín Yáñez siguió siendo secretario de Educación y compartió la responsabilidad oficial en la crisis del 68. Sin embargo, su papel político ya no interesa mucho, en cambio su literatura mantiene una grandeza reconocida y vigente. Su novela Al filo del agua, es parte de la trilogía mexicana excelsa del siglo XX, con Los de Abajo de Mariano Azuela (1873-1952) y Pedro Páramo, de Juan Rulfo (1917-1986).
Mientras el libro de Azuela es un fresco épico y cruel de la mortífera violencia revolucionaria y el de Rulfo, es como el murmullo simbólico de los muertos en el marco de esa gran conmoción, la obra maestra de Yáñez es el anuncio de la tormenta atisbada en un pueblo donde la religión mantiene el formalismo de sus rituales mientras su mundo está a punto de quebrarse en convulsiones y muerte.
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El cometa Halley fue visto en Rusia por León Tolstoi (1828-1910) como una premonición de grandes desastres, algo probado después por la Revolución rusa. También en México, Yáñez lo sitúa como un símbolo de trastornos por venir. El mundo rural habría de estallar en el país, en una fractura histórica, un terremoto que duraría hasta la Cristiada, y el escritor jalisciense se ocuparía de un momento previo, cuando un pueblo conventual como le llama, está a punto de salir del retiro para entrar en el vértigo del torbellino, de la sangre, de la ira y de la confrontación.
Hay una novela corta de este autor —subyugante como un romance medieval— Isolda o la muerte, situada en el campo mexicano, es un relato épico, un viaje de iniciación lleno de prodigios, de hechicerías, de bestias y de princesas, literatura en estado puro, o sea, de una belleza atroz.
Su imaginación creaba al ritmo de los coros de Faure y practicaba la magia del escritor. Era lo suyo, como hace todo gran escritor, un acto de rebeldía frente al mundo, el poder, y la historia, o también la vulgar majadería de los hombres, ya sean un envidioso, un vecino patán o el Presidente de la República.