El hombre del hielo

PSICOGRAFÍA

El hombre del hielo
El hombre del hieloFoto: Cortesía del autor
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Salgo a caminar con Lisa en la mañana, como todos los días. En la esquina lo veo de nuevo. Hay un hombre en un triciclo, de esos que se usan para vender papitas, raspados o cargar canastas de tacos, descargando grandes bloques de hielo y apilándolos en uno de los muros exteriores de una vieja fábrica de hielos que parece estar cerrada. Cruzo la calle y me encuentro frente a él. Evito que Lisa orine cerca de sus hielos, o intente lamer el agua derretida. 

Más extraña que la pila de hielos es la costumbre que tiene de taparlos con una cobija. Al final del día siempre hay un charco frío que corre desde la banqueta a la calle. Él suele quedarse con dos bloques en su triciclo y pasea por la colonia con ellos. Ese día me acerco a saludarlo. No sé como abrir la conversación y digo tontamente:

–¿Son hielos?

El señor del hielo me gruñe un ajá, mientras seca las largas pinzas con las que mueve los cubos. No sé qué más decirle, y sinceramente me da un poco de miedo porque siempre lleva consigo un picahielo largo. No parece agresivo, pero tampoco amigable. Sigo caminando porque Lisa necesita orinar y yo no tengo más obviedades que decir. 

A VECES VEO AL SEÑOR haciendo su tarea desde mi balcón. Tapa los hielos con mucho cuidado. Si no te acercas y ves la humedad de los trapos, es difícil saber que lo que hay debajo son hielos. Desde arriba puedo ver el techo de la vieja fábrica. Asumo que está abandonada porque todos los tubos y contenedores de fierro que hay arriba están roídos. Aunque la verdad no sé como se verían si estuvieran en funcionamiento. Hago conjeturas: El señor de los hielos trabajaba en la fábrica. Los refrigeradores modernos provocaron que la demanda de hielo bajara y la empresa cerró. Entró en depresión y luego llegó la demencia.

Extraña tanto el hielo que va a otra fábrica por los bloques y los trae como ofrenda a su vieja fábrica. Pienso también que puede ser una venganza contra la fábrica que ganó la competencia del hielo, y el señor piensa: haré que se desperdicie su hielo. 

Esa tarde voy a terapia, y para no hablar de mis somatizaciones estomacales le platico al doctor sobre el hombre de los hielos. Cuando comienzo a contarle parece que la historia le intriga. Mi terapeuta tiene TDAH y usualmente es fácil desviar su atención hacia otra parte. Esta vez no cae en mi trampa. Me decepcionan sus pocas ganas de imaginar los motivos del señor del hielo. Me parece un caso fascinante: El hombre que lucha a diario contra la temperatura ambiente. Intento un par de veces volver al tema, pero es inútil. 

Al llegar a casa busco en Internet las fábricas de hielo en la zona. En la aplicación de google maps encuentro que la más cercana está a 7.6 kilómetros y andando en bicicleta el tiempo de recorrido es de cuarenta minutos. En el triciclo probablemente se vaya un poco más lento.

Salgo en la noche de nuevo con Lisa. Quiere orinar cerca del hielo y lo evito. Me gustaría explicarle que esa pila de hielos es un altar y que lo que estaba por hacer es un acto profano. Me contengo porque igual no me entendería, ¿qué van a saber los perros sobre la importancia del hielo?