Polo Polo o elogio de las malas palabras

ANTROPOCENO

Bernardo Bolaños<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Bernardo Bolaños*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.

Tras el fallecimiento del comediante Polo Polo (Leopoldo García), se dice en las redes sociales que su humor nos divirtió y nos hizo menos sangrones a quienes éramos niños en los años ochenta. Que sus casetes eran para adultos pero, igual, al final, los oímos. Que aprendimos a hacer burla de nuestra estatura, de nuestros defectos físicos, de ser gays, mujeres, machos o alcohólicos.

Se dice que eso contrasta, supuestamente, con la actual “generación de cristal”. Los cincuentones seríamos más “resilientes” que la generación del milenio y que las que le siguen, es decir, seríamos adaptables y duros porque tomamos la vida con humor, aguantamos carrilla y sabemos convivir con nuestros complejos.

No hay tal. Es verdad que la psicología ya se toma en serio la resiliencia, como una fortaleza que se forja en los retos. Pero comparar a la generación que escuchó a Polo Polo en casetes con las demás, no es serio, porque, junto al lenguaje incluyente y el movimiento feminista que hoy campean y que rechazan las ofensas y chistes misóginos (y que supuestamente nos impedirían ser resilientes), las nuevas tecnologías y las redes sociales promueven las groserías y la pornografía. En los años ochenta había que escuchar a Polo Polo a escondidas, pero hoy los niños ven por Internet videos soeces y burlas crueles sin pedirlo. De hecho, pueden ver cápsulas con chistes animados del comediante fallecido. Hay filtros, pero poco efectivos.

Lo que sí es innegable es que muchos de mis compañeros de escuela hablan como Polo Polo, imitan su entonación y de cada 5 palabras que dicen 2 son groserías. En los chats de hombres está vivo el humor sin tapujos morales acerca de mujeres, extranjeros y personas con discapacidad, al estilo de Leopoldo García. Quienes lo reivindican con un poco de autoconciencia suelen decir que “se puede hacer humor de todo, pero no en compañía de cualquiera”. Algo así como “se vale discriminar, pero no en presencia del discriminado, para no herirlo”.

Pero, para mí, el legado más importante de Polo Polo es otro. Él aseguraba que decir groserías tiene un efecto catártico y saludable. Hoy está probado que muchas personas reducimos estrés diciendo palabrotas. Si voy a quemarme con agua hirviendo, digo automáticamente “¡Ay, cabezón!”. Si un cafre estuvo a punto de matarme en la calle, sin pensarlo grito insultos a su madre, llamándola sexoservidora en aumentativo. Lo bochornoso es cuando leo una noticia que me indigna (sobre el plagio de tesis de una ministra u otro escándalo) porque suelo blasfemar, en voz alta, a pesar de que haya gente. Todo ello es herencia de mi padre, malhablado, pero que vivió 93 años.

Recientemente, la senadora Lilly Téllez decía en entrevista que a los senadores oficialistas los ha comparado con hienas, pero “nunca una palabra soez, nunca una grosería”, porque usarlas le parece “detestable”. Hay menos odio en muchas mentadas de madre que en varias comparaciones “correctas”.

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