El ideal del pacifismo es que no haya guerras entre las naciones. Esto no significa, por supuesto, que no haya discrepancias o reclamos o conflictos; el pacifismo no es tan ingenuo como para suponer que la paz mundial sea lo mismo que la armonía absoluta en el escenario internacional, pero lo que pretende es que esos asuntos se resuelvan por vía diplomática.
Me parece que hay que distinguir entre el viejo y el nuevo pacifismo o, para ponerlo de otra manera, entre el pacifismo de antes y después de Hiroshima. El viejo pacifismo que surgió antes de la Segunda Guerra Mundial, buscaba evitar los daños irreversibles de las guerras, cada vez más terribles por efectos de la tecnología militar. El nuevo pacifismo pretende, además de los anterior, evitar la destrucción completa de la humanidad.
Un pacifista de nuestros días no sólo pretende que no haya más guerras convencionales, sino, además, que ninguna de ellas se convierta en nuclear, lo que equivaldría, como lo sabemos, al fin de la historia.
Quienes sostienen que hay guerras justas no pueden ser pacifistas. Lo que ellos nos dirían es que, aunque las guerras no sean deseables, hay ocasiones en las que son correctas. Esto vale tanto para quienes son el lado agresor en el conflicto, como para quienes son el lado defensor.
Hay un tipo de colonialismo que sostiene que la potencia que ataca a un pueblo más débil en realidad le hace un favor. La conquista de Tenochtitlan por los españoles, por ejemplo, se justificó con base en el argumento de que los indios estaban sometidos por un régimen diabólico que los hacía víctimas de los sacrificios humanos. Cuando, siglos más tarde, Estados Unidos invadió México, también se adujo que las tropas yanquis liberarían a los mexicanos de sus malos gobernantes y les permitirían salir del oscurantismo en el que se encontraban. De esa manera, hemos visto que, en nombre de la civilización o la religión o la democracia, se han hecho guerras en las que han muerto muchos miles de personas.
Se podría conceder a los pacifistas que no hay motivo, excusa o razón para matar a los habitantes de otra nación, pero, ¿hay motivos, excusas o razones válidas para matar a los soldados invasores?
Aquí podríamos distinguir entre dos tipos de pacifismo: el que se opone a la guerra de invasión y el que se opone, además, a la guerra defensiva.
Quienes defienden el primero dirían que el pacifismo no puede estar en contra del derecho de legítima defensa. Una cosa es defender la paz y otra muy distinta no defenderse cuando son otros los que han roto esa paz.
Hay una versión extrema de quienes defienden el derecho de legítima defensa que lo transforman en una obligación. Lo que se sostiene es que cuando se pelea contra tropas invasoras estamos obligados a luchar hasta el final, es decir, hasta el último hombre. La rendición, en este caso, se considera una indignidad, una cobardía, una traición.
En la batalla de Churubusco, el general Anaya dijo la famosa frase de “Si hubiera parque, no estarían ustedes aquí”. Desde el punto de vista de la defensa a ultranza, el general Anaya no debió haber dicho eso porque debió haber luchado a muerte junto con todos sus hombres, incluso con palos y piedras. En otras palabras, la guerra defensiva debe ser total. Hay numerosos ejemplos en la historia. Uno de ellos es el sitio de Cartago, que nunca se rindió a los romanos. Los sobrevivientes fueron vendidos como esclavos y la ciudad destruida hasta sus cimientos.
Todo esto viene a cuento porque, hace unos días, el papa Francisco hizo una declaración en torno a la guerra de Ucrania que generó respuestas muy airadas por parte de algunos actores políticos. No obstante, me parece que lo que afirmó el Papa Francisco no puede ignorarse ni descartarse sin que reflexionemos seriamente acerca de ello.
La pregunta que está en pie es la de cuáles son las condiciones del pacifismo en un mundo post-Hiroshima. ¿Debe Ucrania resistir al invasor sin tomar en cuenta el número de bajas que padezca? ¿Debe la OTAN lanzar un ataque nuclear a Rusia para evitar la derrota de Ucrania?