Los gansos de Kierkegaard

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo<br>*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.<br>
Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. larazondemexico

En 1854, en uno de sus diarios, Sören Kierkegaard escribió la siguiente parábola:

Cualquiera que sepa algo, aunque sea poco, sobre la vida de las aves, sabe que hay una especie de entendimiento entre los gansos salvajes y los domésticos, a pesar de sus diferencias. Cuando el vuelo de los gansos salvajes se escucha en el aire y hay gansos domésticos abajo, en tierra, éstos inmediatamente se dan cuenta y en cierto grado entienden qué sucede; es por ello que aceleran, baten sus alas, graznan y vuelan a ras de suelo en un desorden raro y confuso —luego todo termina—.

Hubo una vez un ganso salvaje. En el otoño, en tiempos de migración, descubrió unos gansos domésticos. Se enamoró de ellos, le pareció una pena volar y abandonarlos y tuvo la esperanza de convencerlos de que lo acompañaran en su vuelo. Con ese propósito, se involucró con ellos en todos los asuntos, intentó persuadirlos de alzarse un poco más alto, y luego más alto en su vuelo, para que pudieran, de ser posible, acompañarlo, salvados de la precaria y miserable vida de andar caminando sobre la tierra como gansos respetables y domésticos.

Al principio, esto les pareció muy entretenido a los gansos domésticos y les gustó el ganso salvaje. Pero pronto se cansaron, lo mantuvieron a la distancia con palabras crueles y lo censuraron como un tonto visionario sin experiencia ni sabiduría. ¡Ay! Desafortunadamente, el ganso salvaje se había involucrado tanto con los gansos domésticos, que ellos habían ganado gradualmente poder sobre él, su opinión comenzó a significar algo para él y, suma summarum, el ganso salvaje finalmente se convirtió en un ganso doméstico.

En cierto sentido, había algo espléndido en los deseos del ganso salvaje, pero era, no obstante, un error, pues —y ésta es la regla— un ganso doméstico jamás se convierte en un ganso salvaje, pero un ganso salvaje puede ciertamente convertirse en un ganso doméstico. Si hemos de elogiar de alguna manera lo que hizo el ganso salvaje, éste debe sobre todas las cosas e incondicionalmente mantenerse fiel a sí mismo: tan pronto como se da cuenta de que los gansos domésticos están ejerciendo algún tipo de influencia sobre él, entonces debe volar, alzar el vuelo migratorio.

La regla de Kierkegaard parece inviolable, ¿o cuándo hemos visto nacer de la domesticidad el espíritu libérrimo del artista, el cual se fragua, precisamente, en la ausencia de paredes y en la ingravidez? Hay, por supuesto, respetables intentos a medias, vuelos a ras de suelo, poetas que caminan como patos y que creen que son gansos salvajes, pintores de paisajes pasteurizados, amateurs que no asumen el riesgo de la elevación más porque prefieren comerciar a ras de tierra que por temor a una caída. No es que se cansen de intentar volar, como apunta la fábula de Kierkegaard, sino que se gustan terrestres, de vez en cuando aleteantes, elevándose un metro e intuyendo no solamente el poder y vértigo de las grandes alturas, sino de la migración.

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Carlos Olivares Baró