Guillermo Hurtado

Juan y Maximiliano

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
Guillermo Hurtado
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En mi artículo anterior, recordé que este año conmemoramos el centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós y escribí unas líneas sobre su novela más leída: Marianela. Ahora quisiera decir algo sobre su novela más aclamada: Fortunata y Jacinta. La mayoría de estudios de esa obra se concentran, como es predecible, en el contraste entre los dos personajes femeninos principales. Fortunata es pobre y Jacinta es rica. Fortunata ama con locura, por encima de la moral e incluso de su propio bien; Jacinta lo hace dentro de las normas de la prudencia, el recato, las buenas costumbres. Fortunata muere, Jacinta sobrevive.

Aquí quisiera prestar atención a los dos personajes masculinos principales: Juan Santa Cruz y Maximiliano Rubín. ¿Quién de ellos es el héroe y quién el antihéroe? Uno es rico, apuesto y malo; vaya, no malo de maldad sino de egoísmo, cinismo, oportunismo. El otro es clasemediero, deslucido y bueno, aunque quizá no bueno de bondad sino de idealismo, de ingenuidad, de timidez. Juanito Santa Cruz es el señorito madrileño por antonomasia: abogado, miembro de la alta sociedad, sin necesidad de trabajar. Maxi Rubín no alcanza esa condición: no es pobre, pero labora en una farmacia; no tiene mundo ni amistades de relumbrón.

Fortunata se enamora de Juan. Él la embaraza, la deja y se casa con Jacinta. No le conmueve enterarse de que su crío muere. A pesar de todo, Fortunata lo sigue amando. Maximiliano se casa con ella para hacerla mujer decente, pero en la primera oportunidad, ella le pone los cuernos con Juan. Sucede lo mismo que la primera vez: Juanito se vuelve a cansar de Fortunata y la abandona. Milagrosamente, Maxi la perdona y le abre otra vez las puertas de su casa. Y por tercera ocasión, Fortunata se entrega al calavera de Juanito. Otra vez se embaraza de él y poco después de dar a luz, muere, dejándole el niño a Jacinta que, por fin, cumple con su sueño de ser madre.

¿Se puede culpar a Fortunata por amar a Juanito y no a Maxi? Juan es irresistible: guapo, elegante, seductor. Maxi, en cambio, es enfermizo, inseguro, nervioso. Como bien se lo advirtieron, Fortunata era mucha mujer para él. En cambio, para Juan, Fortunata era una presa apetecible, pero nunca material para ser su esposa. Para cumplir con esa función, sólo alguien como Jacinta, que además de bonita, era de su clase y cumplía al pie de la letra las normas de la sociedad. Lo terrible es que Jacinta, como cualquier otra mujer, parece estar condenada a enamorarse de Juan. Maxi, por su parte, está condenado a que ni Jacinta ni ninguna otra mujer se enamore de él. El mundo es así. Se trata de una especie de ley de la naturaleza que rige nuestras vidas con un rigor inconmovible.

En varios de sus escritos, Michel Houellebecq ha denunciado la injusticia milenaria de que la humanidad se divida tajantemente en bellos y feos, en atractivos y en despreciables. Es una jurisprudencia despiadada, sin duda, pero no parece haber manera de rebelarse en contra de ella. Podemos imaginar un mundo en el que no haya ricos ni pobres, pero resulta más difícil concebir uno en el que no hubiera hombres que atraen como un imán y hombres que parecen invisibles. Los primeros son pocos, tienen que serlo. Los segundos, en cambio, son muchos, es así como funciona la regla biológica. Lo extraordinario de Fortunata y Jacinta es que Maxi se rebela en contra de su destino de solterón o de hombre mal casado con alguna mujer de su calaña. Maximiliano quiere que Fortunata sea suya, pero de manera irrealista. La trata bien, quizá demasiado bien. Se gana su gratitud —a medias, porque eso no obsta para que lo engañe— pero no se gana su respeto, su obediencia, su admiración. El pobre de Maxi es un buenazo, pero es un tonto de capirote.

El final de la novela es tristísimo. Maximiliano visita la tumba de Fortunata y acaba de perder la razón. Lo llevan al manicomio de Leganés. Ahí acabará sus días alejado de las realidades del mundo. Maximiliano no supo entender cuál era su sitio. No supo aceptar que comparado con Juan, él nada era y nada merecía.