Julia Santibáñez

La “blanda furia”, esa fiera muy lenta

LA UTORA

Julia Santibáñez*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julia Santibáñez
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Mi barro hoy anda sublevado. Cómo no, si a un pariente famoso al que hace tiempo no veía, pero cuyas cartas tengo siempre cerca porque me sonrisan el cuerpo (no solamente los ojos), a ese pariente, digo, se le ocurrió morirse.

Su ausencia es en detrimento de la humanidad porque era un canijo que sostenía barbaridades certerísimas como ésta: “Abrimos plaza en el lecho / y los antiguos dioses promiscuos e incestuosos / de Grecia o de Germania / mueren de envidia en las alturas, / se ponen verdes de furor, / se vuelven impotentes al mirarnos. / Cogemos como dioses, puesto que no lo somos, / y cada nuevo orgasmo se acompaña a lo lejos / con tormentas eléctricas, y voces, / y bramidos portentosos e irritados / de nuestros enemigos celestiales”. Se ve ahí el humor cabroncito que se gastaba. Aunque el deporte favorito de Zeus, Pan, Príapo y otras deidades griegas era revolcarse, este irreverente los pinta envidiosos ante algunos encuentros humanos de aplaudir. Su jactancia me pone de buenas cuando no lo estoy. Y me encanta este sondeo suyo de las incongruencias de nuestra “Profilaxis”: “Los amantes se aman, en la noche, en el día. / Dan a los sexos labios y a los labios sexos. / Chupan, besan y lamen, / cometen con sus cuerpos las indiscreciones / de amoroso rigor, / mojan, lubrican, enmielan, reconocen. / Pero al concluir el asalto, / los dos lavan sus dientes con distintos cepillos”.

Como se ve, mucho sabía el pariente de sexo, amor y desamor, ese continuo casi indivisible. Su mirada de privilegio le permitía señalar sobre el mismo, con esta ironía que no resulta cargante: “Recuerdo que el amor era una blanda furia / no expresable en palabras. / Y mismamente recuerdo / que el amor era una fiera lentísima: / mordía con sus colmillos de azúcar / y endulzaba el muñón al desprender el brazo. / Eso sí lo recuerdo. / Rey de las fieras, / jauría de flores carnívoras, ramo de tigres / era el amor, según recuerdo [...]”. Aunque el poema sigue, ya me ganó. Es un Do redondo de pecho. Van unas líneas de otro texto suyo, increíble en lo que dice sin decir: “Hay un tigre en la casa / que desgarra por dentro a quien lo mira. / Y sólo tiene zarpas para el que lo espía, / y sólo puede herir por dentro, / y es enorme [...]”. Reconozco a esa bestia íntima, lo vulnerable de estar ante sus ojos.

Decía que este barro con mi nombre anda sublevado porque se me murió el pariente de palabras indispensables para entenderme. Bueno, en realidad jamás lo vi de cerca y no compartíamos sangre, pero yo lo quería y sin duda lo hubiera aceptado en mi familia. Eduardo Lizalde se llamó. Se sigue llamando, en mis libros.