Crusoe en Inglaterra

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Hoy más que nunca, nos oprime la soledad. Nuestra silueta se recorta contra una realidad que en muchos casos es ya un simulacro.

La ciencia y la tecnología, que lo acercan todo, también lo alejan todo. Navegamos sin desplazarnos, y bostezamos. Nos hemos civilizado hasta el hartazgo. Nos hacemos rodear, pero estamos solos. Esto ya lo sabíamos. Baudelaire sabía que multitud y soledad podían ser términos semejantes y convertibles. La nuestra no es la soledad de la unidad sino la del múltiplo, no la soledad de Robinson en su pequeña isla sino la de Crusoe en Inglaterra.

Así se titula (“Crusoe en Inglaterra”) la gran elegía en la que Elizabeth Bishop prende con el alfiler de su inteligencia poética nuestra condición de soledad en masa. Es Robinson Crusoe quien habla en ese poema, ya viejo, hace mucho rescatado de su isla y a salvo en otra isla: Inglaterra, que también podría llamarse Occidente, Mundo, Sociedad. Crusoe, dirigido magistralmente por Bishop, contrasta sus dos vidas, la de náufrago desterrado de la sociedad y la de ciudadano inserto en ella pero sin pertenecer. Genuinamente solo en su isla original, Crusoe vive una vida intensificada por el único objetivo de la supervivencia y por la desnuda, cruda naturaleza de las cosas. No se da cuenta, pero su tiempo es el de Adán y su hábitat es una versión del Edén. Todo es nuevo siempre. Todo es impar. “Había un solo sol y un solo yo”, dice el náufrago poeta.

El contraste es claro: ahora Robinson vive en otra isla, que no lo parece pero que lo es tal vez de manera más definitiva. Y se aburre, con su “te de verdad” y “rodeado de madera sin interés alguno”. Los árboles, individuales, se han convertido en “madera”. Crusoe observa su viejo cuchillo, que antes lo fue todo para él y hoy es sólo el objeto destinado al museo de su gloria (pues es, paradójicamente, famoso, reo de su celebridad). Extraña su otra soledad, que no lo era, porque estaba rodeada de pequeñas industrias. Pero la más pequeña industria que tenía en su isla, se dice a sí mismo, era una “filosofía miserable”. ¿Por qué? Porque no sabía suficiente. Sus libros, recuperados en la memoria, estaban “llenos de vacíos”, y los poemas, que le declamaba a los lirios, tenían lagunas irrecuperables. Como por ejemplo (y cita): “… la mirada interior / que es la delicia de…” Crusoe no se acuerda cómo termina el verso de Wordsworth, pero anota que, al volver a tierra firme, lo investigará (pero ¿cómo es que Crusoe cita a Wordsworth, si éste aún no ha nacido?: la acrobacia de Bishop obliga al lector a involucrarse en el salto temporal y a ser partícipe del juego del arte). Encontramos, pues, el famoso poema de Wordsworth, “Los narcisos”, cuyo verso completo es “la mirada interior / que es la delicia de la soledad”. Ah, la palabra perdida, la laguna en la memoria de Crusoe era “soledad”. La soledad que hoy, personaje famoso, lo atenaza en Inglaterra. Y, casi sobra decirlo, la soledad que también asfixiaba a Elizabeth Bishop, quien le escribió a su amigo Robert Lowell : “Cuando escribas mi epitafio, debes decir que fui la persona más sola que jamás vivió”.