Julio Trujillo

Mutis: la luz y el desengaño

ENTREPARÉNTESIS

Julio Trujillo*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Julio Trujillo
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Fue el centenario de Álvaro Mutis (Bogotá, 25 de agosto de 1923-Ciudad de México, 22 de septiembre de 2013), escritor que erigió, para sí, para satisfacer una central melancolía, un mundo decadente de pequeños barcos oxidados en puertos olvidados, y que dio vida, para articular esa vocación de limo y remembranza, a Maqroll el Gaviero, cuyas empresas y tribulaciones ya son también, por obra y alquimia de la literatura, nuestras.

No quiero decir que Mutis fuera un hombre triste o taciturno, al contrario, ¡era alegrísimo y aún resuenan sus carcajadas en mi memoria!, pero de su escritura fluía, desde sus primeros versos de juventud, una vena de sereno desencanto que lo acompañó siempre y que sería su sello característico. En sus propias palabras: “Sentí que mi poesía tenía un tono de desesperanza, un tono de destrucción, de deterioro en las cosas, en los personajes y en los sentimientos que no correspondía a mi edad; pensé para mí que a los 18 años yo no era ningún Rimbaud para escribir ya con tal distancia de toda ilusión de creer en el sentido de cualquiera de las acciones del hombre y sus episodios sobre la Tierra. Entonces se me ocurrió crear un personaje con la experiencia que autorizara esa desesperanza, y así nació Maqroll”. Milagro: un joven de 18 años parió a un veterano lobo de mar que no cree en nada, y otro milagro: ese nihilista resultó profundamente conmovedor para sus lectores, quienes lo seguíamos de libro a libro, encariñados con su desilusión.

La cita anterior proviene de una entrevista que Mutis me dio hace más de treinta años, cuando yo era un chamaco totalmente opuesto a Maqroll, lleno de ilusiones, y trabajaba como redactor de la Revista Universidad de México. Mutis me recibió en su casa como si yo fuera un viejo amigo, me preparó un “Maqroll” (un coctel con tres dedos de ron con el que le gustaba desacartonar a sus invitados) y se entregó a una conversación de horas que no olvidaré. Tengo sus libros dedicados, y en la portadilla de La última escala del Tramp Steamer se puede leer: “Para Julio Trujillo, que sabe más de Maqroll que yo”. Falsa concesión, clásica generosidad. Fue el inicio de una amistad (o magisterio) cuyo culmen sería su participación, bastante inverosímil, en la presentación de mi primer libro. Yo aprendí a no hacer preguntas de groupie sobre Maqroll, y a dejarlo hablar a rienda suelta, en el entendido de que en el fondo de esa alma locuaz también habitaba el personaje oscurecido.

Siempre me resultó fascinante, en la obra de Mutis, su transición, sedosa, a veces imperceptible, de la poesía a la prosa y viceversa. El aliento narrativo de su poesía es directamente proporcional al desgravamen lírico de su prosa, y en sus mejores momentos los géneros desaparecen, confundidos, mezclados y reconvertidos en un estilo único. Leo al azar esta certeza de Maqroll: “Saber que nadie escucha a nadie. Nadie sabe nada de nadie. Que la palabra, ya, en sí, es un engaño, una trampa que encubre, disfraza y sepulta el edificio de nuestros sueños y verdades, todos señalados por el signo de lo incomunicable”.

Lo recuerdo en su centenario y lo recuerdo siempre. Le agradezco sus generosas palabras, tanto las luminosas como las ensombrecidas por el desengaño.