Quédate así

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Cuenta la leyenda que el gran pintor J. M. W. Turner se hizo amarrar al mástil de un barco de vapor por cuatro horas durante una tormenta de nieve nocturna. Quería (y su método es mitad heroico y mitad suicida) observar de cerca, desde adentro, los efectos de dicha tormenta, sus rasgos meteorológicos extremos –y de paso confirmar sus credenciales como el observador supremo de la naturaleza en acción.

El resultado es un cuadro cuyo título es, literalmente, elocuente: Tormenta de nieve. Barco de vapor saliendo del puerto y haciendo señales en aguas poco profundas. El pintor estuvo en esta tormenta en la noche en que el barco Ariel dejó Harwich, 1842. “Ojo de la tormenta” es una imagen que, en Turner, viendo sus óleos, resulta menos metafórica que dramáticamente real: basta acercarse, asomarse al epicentro de una borrasca para comprobar que la vida real, en un contexto marítimo, no sólo es modelo sino también pintora de bellas y fugitivas obras maestras.

The Life Line, del pintor Winslow Homer
The Life Line, del pintor Winslow HomerEspecial

Del otro lado del Atlántico, otro pintor, admirador de Turner (y a quien hoy en Europa llaman, no sin cierta condescendencia, “el Turner americano”), entendió también el valor plástico de las tormentas en el mar, lo explotó y lo llevó a un grado mayor de radicalización, agregando a la violencia de los elementos la frágil figura humana. Me refiero a Winslow Homer (1836-1910). Uno de los grandes cuadros de este verdaderamente extraordinario pintor (a quien también se ha llamado, sin demasiada imaginación, “el poeta del mar”) se titula The Life Line y muestra el rescate de una mujer de un barco en problemas. La escena es dramática, patética, romántica y esdrújula: un hombre sostiene a una hermosa mujer inconsciente, y a ambos los sostiene una cuerda tensa entre las olas de un mar tormentoso. Apenas suspendida sobre las aguas, con los pies de ambos tocando la furia elemental, la pareja se debate entre la vida y la muerte en un instante de hipnótica belleza que los ojos y el pincel de Homer supieron inmortalizar. Pero ésta no es una imagen fraguada solamente en la imaginación del artista: Homer acostumbró sus ojos a la tragedia viviendo en el mar junto a la estación de la brigada de rescate, y el mar y su gente, en modo-emergencia, le dieron imágenes a manos llenas: con el sonar de la campana de alarma, a la hora que fuera, junto a los rescatistas se podía ver la figura del tímido pintor que buscaba estar en la primera fila del drama en desarrollo, como Turner.

Olas como montañas, viento azotando, espuma, un barco naufragado y el rescate dramático de una mujer angélicalmente desmayada: la estampa es apenas verosímil, pero sabemos que está construida con las pinceladas reales de la experiencia del artista. ¿Hasta dónde llegar para entender mejor y de cerca la textura viva de lo representado? ¿Habremos de recordar a Parrasio, que compró a un esclavo y lo mandó torturar para pintar el momento de su agonía? En sus instantes finales, el esclavo suplicó: “¡Parrasio, me muero!”, a lo que el pintor replicó, inmutable: “Sic tene”, que quiere decir “quédate así”.

Y tal vez ese “quédate así” defina la aspiración última del arte: la de apropiarse del instante, que se va. Como la vida y como las tormentas.