Leonardo Martínez Carrizales

La reconciliación con las universidades

LA MARGINALIA

Leonardo Martínez Carrizales *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Leonardo Martínez Carrizales
 *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Las campañas electorales tienen un fin mercadológico: hacer presente en la memoria afectiva del público, sea como sea, a una persona que se ha convertido en un producto. Presenciamos diversas estrategias de propaganda que tienen como propósito hacer vivir en las emociones colectivas la figura de los candidatos. Por ello, los contemplamos vendiendo tamales, jugando cascaritas, sirviendo de ayudantes a taqueros de mercados populares. Ya los hemos visto bailar y cantar; pronto los veremos en un reality show deportivo. Las redes sociodigitales, enloquecidas, son la recompensa de los corazones adictos a la influencia sobre las masas.

A contrapelo del imperio de estos torneos de frivolidad populista, apoteosis de la trayectoria de los hombres y las mujeres más destacados de la clase política de México, alguna idea habrá de colarse en las sesiones periódicas que celebran quienes forman parte del círculo más restringido en los cuarteles electorales. No sólo del consejo del uso de huipiles y guayaberas viven los oficiantes de la política. La seguridad pública ya hizo acto de presencia en la modalidad de una policía cibernética confiada a los algoritmos del chat GPT… por algo se empieza. 

En algún momento llegará el turno a un tema predilecto del lenguaje político: la educación; específicamente, la educación pública para las fuerzas políticas que tienen compromisos con la noción de un Estado social, fuerte y protagónico en la gobernabilidad del país. Tal es el caso de la izquierda mexicana, lo sepan o no sus mercadólogos especialistas en redes sociales. 

Una buena parte de los bonos de que gozan los gobiernos de la República y de la Ciudad de México es rédito de la inversión que hicieron en la educación pública. No necesariamente la educación pública tradicional en el país, sino un modelo que favorece decididamente la innovación tecnológica orientada a la infraestructura, la ciencia aplicada que aspira a operar con criterios de sustentabilidad; en fin, un modelo “plebeyo”, por así decirlo, que se inclina en favor de bachilleratos tecnológicos, instituciones universitarias de índole tecnológica, nuevas escuelas diseñadas para formar parte inmediatamente de cadenas productivas y, a la par, regatea su apoyo a las instituciones “patricias” del sistema educativo tradicional. La paulatina disminución del presupuesto asignado a las universidades autónomas traduce en los hechos ese criterio. De allí el desencuentro entre la 4T y esas comunidades universitarias, que se han venido resintiendo de la reducción del margen de maniobra de sus operaciones. 

El próximo Gobierno federal ni puede ni debe renunciar al modelo educativo que apenas se ha planteado en estos cinco años, gran desconocido para el debate público; modelo anclado a otros ejes de un Estado de Bienestar reconstituido entre la franja más humillada por la gestión neoliberal.

No obstante, la futura administración tampoco debería renunciar a reparar urgentemente sus relaciones con las universidades que, a fin de cuentas, concentran un enorme capital simbólico, así como el capital humano más entrenado en el dominio de la educación superior. Pero esta necesidad rebasa por mucho la planeación de las guayaberas y los huipiles.