Valeria Villa

Enamorarse de los pacientes

LA VIDA DE LAS EMOCIONES

Valeria Villa
Valeria Villa
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

Una de las preguntas que con más frecuencia recibe una terapeuta es cómo hace para no involucrarse en exceso en la problemática de los pacientes. Mucha gente que está fuera de esta profesión no concibe cómo podemos escuchar tantas historias difíciles cuyo común denominador es el dolor y la pérdida y no “contaminarnos” o desgastarnos emocionalmente. Mentiría si dijera que es fácil y que no me afecta, pero tal vez habría que remitirse, para empezar, a la definición de afectar. Según el Diccionario de la lengua española afectar es “hacer impresión en alguien, causando en él alguna sensación. Atañer o incumbir a alguien, menoscabar, perjudicar, influir desfavorablemente, producir alteración o mudanza en algo”.

De esta definición, parece que la opinión generalizada es que hacer psicoterapia perjudica e influye desfavorablemente en la vida de quien la practica. Conozco colegas de maestría que decidieron no dedicarse a la clínica porque efectivamente, sufrían demasiado con los problemas de los pacientes.

En mi caso, vivo el verbo afectar como algo que me incumbe, que me impresiona y que me hace sentir muchas emociones, no siempre agradables, muchas veces complejas, a veces difíciles, pero jamás he pensado dedicarme a otra cosa. Uno de los cambios que definen el paradigma de la psicoterapia contemporánea es la claridad sobre la mutua influencia que se da entre el paciente y su terapeuta. Se le ha llamado intersubjetividad, mutualidad, campo, tercero analítico, lo interpersonal, lo relacional y otros nombres más. Aunque hay diferencias entre estos modelos teóricos y clínicos, la esencia es común: el analista trabaja con su persona, con sus propios sesgos biográficos y hay muchas cosas de las que dice cuando interviene en una sesión, que son suyas y no detonadas sólo por el paciente. Hacer esta distinción nos ayuda a quitarnos la investidura de sabios que le dicen a los pacientes lo que tienen que hacer, para habitar un mundo en el que los hallazgos se construyen entre los dos. No se trata de diagnosticar a nadie mediante una gran intervención. Se trata de ayudarle a aclarar lo que le pasa y a poder describirlo cada vez con más elocuencia y precisión, para que una vez que se ha contado y procesado la historia, se puedan tomar decisiones sobre cambios que mejorarán su vida.

Harold Searles fue un psicoanalista estadounidense, muy controvertido en su tiempo, porque escribió con gran libertad sobre las fantasías que los pacientes le despertaban, como querer casarse con ellos o ir a buscar una casa para habitarla con algún paciente en particular. En su artículo de 1959 “Oedipal love in the countertransference” (“Amor edípico en la contratransferencia”) sostiene que es indispensable que el analista se enamore del paciente en lugar de reprimir sus sentimientos. Esto no quiere decir de ningún modo, que la terapeuta actúe este amor seductoramente. Quiere decir que el amor del analista le hace bien al paciente, que se siente querido, aceptado y digno de amor, aunque ambos sepan que la realización de ese amor es imposible. No se trata de mantenerse objetiva, distante y abstinente para ser una buena terapeuta. Se trata de enamorarse, de apasionarse y de comprometerse con toda la energía libidinal con el paciente y sus ganas de vivir mejor.