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César Aira

Algo está por suceder

Entre los escritores contemporáneos de Hispanoamérica, uno de los inclasificables es el argentino César Aira,
autor de una centena de novelas cortas cuya mayor importancia no radica en las obras mismas, sino
en la forma de concebirlas. Como sucede con el arte conceptual, donde lo sustantivo no es la pieza
sino la idea que la sustenta, el escritor comprende la narrativa como una excusa para pasar a un libro
más, en una “fuga hacia adelante, siempre queriendo ser el mismo y ser otro hasta llegar a ninguna parte”.

César Aira (1949).Fuente: infobae.com
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Probablemente no exista un escritor que genere tanta confusión y malentendidos en la literatura latinoamericana contemporánea como el argentino César Aira, lo cual no deja de resultar extraño, pues es un autor transparente. Para entenderlo sin mayores complicaciones, simplemente hay que olvidar lo que se sabe sobre el concepto de literatura.

Hay que decir que parte de las barreras que existen para leerlo son impuestas por sus admiradores más fervientes y por él mismo, quienes han construido un manual de instrucciones que es necesario memorizar antes de abrir cualquiera de sus libros. Así, en lo que no deja de ser una interpretación autoritaria, el futuro lector de Aira tiene que mostrar sólidos conocimientos en arte vanguardista y, tras haber releído a Raymond Roussel y meditado sobre los postulados de Duchamp, entender que el proyecto del argentino consiste en un continuo narrativo en el que las obras singulares son casi un mal necesario y en el que lo más relevante, como en toda obra en perpetua marcha, es el proceso de producción, o sea, el procedimiento. Entonces sí, tras aprobar el riguroso curso introductorio y haber aceptado las únicas vías de lectura válidas, uno ya puede leer los libritos, con la comodidad añadida de saber de antemano de qué manera deben leerse, qué se debe pensar de ellos y cómo deben valorarse. Sobra decir que quienes no se plieguen a estos dictados lo hacen por no encontrarse a la altura de las exigencias.

Por supuesto, ante tal panorama, quedan pocas ganas de leer a César Aira, y es una lástima porque hay que leerlo, pero por los motivos opuestos a los que se repiten una y otra vez. Contra lo que pueda parecer, este texto no pretende erigirse como un nuevo instructivo cuyo primer paso consiste en invalidar los instructivos previos; su propósito, más bien, es el de esbozar una lectura personal de Aira con la esperanza de que nadie más coincida con ella. Después de todo, un buen escritor merece lecturas personales, y sólo los malos escritores suscitan entusiasmos uniformes.

Algo está por suceder.

OTRA DE LAS CONFUSIONES que provoca su obra es que se trata de una especie de nueva vanguardia, lo que resulta una verdad a medias. A estas alturas, en que las vanguardias literarias están tan cerca o tan lejos de nosotros como la poesía modernista, erigirse en un nuevo vanguardista es un gesto tan ridículo como reescribir el Azul de Darío. La vía de las vanguardias parece cancelada porque ya pertenece a la historia de la literatura, al igual que la narrativa más tradicional, lo que la convierte sólo en una elección formal y desecha su potencial subversivo. Además, en esa obsesión algo infantil de contraponerse a las estéticas conservadoras, la vanguardia acaba ocupando una posición subordinada frente a ellas, de las que depende para existir, por más que lleve más de cien años pretendiendo destruirlas. Sin embargo, desde sus primeros textos, Aira se consideró un vanguardista a su manera, y desde entonces vuelve una y otra vez con variaciones sobre el mismo tema, siempre con reflexiones interesantes, como las planteadas en su ensayo “La nueva escritura”:

Cuando el arte ya estaba inventado y sólo quedaba seguir haciendo obras, el mito de la vanguardia vino a reponer la posibilidad de hacer el camino desde el origen. Si el proceso real había llevado dos mil o tres mil años, el que propuso la vanguardia no pudo funcionar sino como un simulacro o pantomima, y de ahí el aire lúdico, o en todo caso “poco serio” que han tenido las vanguardias, su inestabilidad carnavalesca.

De esta manera, lo importante no sería escribir obras, sino reinventar la forma de hacerlas, es decir, el archicitado procedimiento. De allí que por momentos y considerando sus cien novelas cortas publicadas, más que un escritor, César Aira parezca una fábrica de hacer novelitas, como aquélla que imaginara Juan Rodolfo Wilcock en La sinagoga de los iconoclastas. Todas se habrían escrito de la misma forma: en un café porteño, a mano, garabateando cada día una o dos páginas, sin tomar mucho en cuenta lo escrito la víspera y privilegiando la espontaneidad sobre cualquier trazado previo hasta llegar a un final repentino, ya sea porque un rayo quema al protagonista (Un episodio en la vida del pintor viajero) o porque le cae una tortuga del cielo y lo mata (Parménides).

LO MÁS IMPORTANTE de la cita anterior, sin embargo, no reside en el procedimiento y su excusa conceptual para sostener un proyecto, sino en “la inestabilidad carnavalesca” que más bien lo cuestiona y llama a no tomárselo muy en serio. Porque uno de los mayores méritos de Aira, que insisten en ignorar sus intérpretes, es que es un escritor al que no hay que tomarse muy en serio, lo mismo que a algunas de sus principales influencias, como las tiras cómicas de Superman (visible en Las curas milagrosas del doctor Aira o en Las aventuras de Barbaverde), la mítica historieta argentina de Patoruzú (homenajeada en Entre los indios y en Eterna juventud) o cualquier literatura que no se preste a la proclama política, el análisis sociológico, la pedagogía histórica o los propósitos moralizantes.

En esa falta de seriedad reside la esencia de la literatura aireana y también su principal procedimiento, que más que en el proceso de producción consiste en un mecanismo de despojamiento. En su embate vanguardista contra la novela tradicional, Aira no presenta una alternativa opuesta, sino que se basa en ella y le va desprendiendo las manchas con las que se ha ido contaminando; el propósito no es crear una antinovela, sino más bien una novela pura o, lo que es lo mismo, una novela atrofiada.

En un principio, esta operación era algo rupestre y estribaba simplemente en lanzar insultos más o menos ingeniosos contra la literatura más visible (El amor en los tiempos del cólera “es floja incluso para un Premio Nobel”, Carlos Fuentes es “ultraverborrágico y pomposo” y Ricardo Piglia logra con Respiración artificial "una de las peores novelas de su generación”). Más interesante resulta la construcción posterior de un canon —arbitrario como debe ser cualquier canon personal—, cuyo rastro más visible es el Diccionario de autores latinoamericanos, que hace de Aira el argentino que mejor conoce (¿el único?) la literatura del continente. En él se reivindican lo mismo, por citar mexicanos, autores que no tienen nada que ver con su literatura, como Garro, Ibargüengoitia o Campobello, que otros con los que se identifica, como Gerardo Deniz, en cuyos poemas encuentra “una luz intensa y una constante felicidad”, escritos por un “Sabio Loco, con algo de ‘cartoon’ excéntrico”.

Posteriormente, Aira emprende sus embates ya no contra un autor en particular, sino contra algunas de las corrientes más de moda en la literatura contemporánea, como la autoficción (“podríamos preguntarnos cómo es posible que sus vidas hayan llegado a ser tan satisfactorias como para hacer irresistible el deseo de contarlas”), la metaliteratura (“deploro la ‘metaliteratura’: siempre sentí que era una traición a lo más vital de la literatura”) o la crónica (“el auge de la crónica como género literario, en estos últimos años, coincide con la emergencia de esa figura que pulula en las ONG y otros subproductos de la globalización: el Entrometido”). Pero a diferencia de lo que sucede con muchas vanguardias, que se quedan en el insulto y el berrinche adolescente, elabora un proyecto coherente, que consiste en el despojamiento de todo lo que desde su punto de vista desvirtúa la narrativa literaria, en una propuesta que incluso tendría algo de moralista de no ser porque en ella prima lo lúdico y el sentido del humor, antídotos infalibles contra el golpe de pecho y el grito en el cielo.

A diferencia de muchas vanguardias, César Aira elabora un proyecto coherente, que consiste en el despojamiento de todo lo que desvirtúa la narrativa literaria

ENTONCES SÍ, AL FIN, llega la obra, las cien novelas breves que tiran por la borda todo lo que a juicio de Aira entorpece la literatura y así adquieren una velocidad de vértigo, pues lo importante es pasar rápidamente a otra cosa.

Esta sucesión de fragmentos a veces puede consistir en la concatenación de tramas descabelladamente relacionadas, como en El congreso de literatura, donde un científico pretende clonar a Carlos Fuentes, proyecto que, tras un romance, un poco de vampirismo y algunas dosis de drogas inventadas, culmina en el ataque de un gusano de seda gigante. Otra posibilidad es que un incidente trivial dispare y atraiga historias para y desde todas partes; por ejemplo, en Divorcio, en la que un accidente sin importancia en un café desata una fuerza centrífuga y centrípeta que esparce y aglutina episodios de forma juguetona. Otras veces las novelitas se olvidan casi de inmediato de qué tratan para dar pie a deliciosas digresiones en las que asoma el Aira ensayista —un raro ejemplo que combina ocurrencias con profundidad—, como en Diario de la hepatitis o en Cumpleaños, en la que un escritor acaba divagando sobre su propia obra. Sea como sea, la trama es sólo una excusa para pasar a otra cosa, regla precipitada que también se aplica para la sucesión de los distintos libros, que huyen de sí mismos en una fuga hacia adelante, siempre queriendo ser el mismo y ser otro hasta llegar a ninguna parte, en lo que constituye, con una prisa histérica, un homenaje a la más meditada postergación.

Lo que unifica a todas es lo que no son: no son literatura comprometida, no son ejercicios de estilo, no son obras conmovedoras, no son reflexiones intelectuales, no son ejercicios identitarios y no son retratos de la sociedad contemporánea. Además, en su afán de desprenderse de las capas que empobrecen la literatura, también desprecian todos los valores con que canónicamente se juzga a una buena novela: la trama está diluida, la estructura no existe, la verosimilitud brilla por su ausencia, el lenguaje es (engañosamente) utilitario y los personajes, más que una construcción coherente, son un disparate más de un mundo sin reglas. En definitiva, pues, las novelas son novelitas, como su mismo autor las califica porque rara vez pasan de las cien páginas, porque fallan en todo lo que cabe exigirle a una novela hecha y derecha, de ésas que lo mismo sirven para capturar la identidad lituana que para denunciar la escandalosa situación de las minas de litio.

EL RESULTADO es un equivalente literario del arte abstracto y lo contrario del arte contemporáneo, siempre implorante de una interpretación. La literatura de César Aira rehúye cualquier intento de metáfora y abomina de la alegoría; en ella, lo literario está reducido a los elementos básicos, que Aira decidió que fueran la fantasía, la narración y la sorpresa. Estos elementos la acercan al fantástico, pero a un nuevo modelo, lo que no es poca cosa hablando del Río de la Plata. En las antípodas del fantástico racional de Bioy Casares, de la extrañeza de Felisberto Hernández o de la literatura de la literatura de Borges, lo fantástico en Aira está compuesto por diminutas o enormes alteraciones de la realidad, pero en clave simpática; por ejemplo, en El pequeño monje budista o en Yo era una niña de siete años aparecen de paso unas copas de champaña en las que las burbujas, en lugar de subir, bajan, y en El carrito, un carrito de supermercado confiesa que él es El Mal, mientras que en La cena, una horda de zombis ataca Pringles —el pueblo natal del escritor— o en Los misterios de Rosario el fin del mundo se desata en las desoladas cátedras de la Facultad de Humanidades de dicha ciudad.

Otra típica operación aireana consiste en basarse en algún género establecido para reivindicarlo como un vehículo válido de la literatura, pero sin los estorbos que las reglas de ese mismo género suponen. Entonces Aira se pone a escribir novelas exóticas pero sin las marcas regionales (Una novela china), novelas policiacas sin investigación (El pelícano o Las noches de Flores), novelas de fantasmas que no dan miedo (Los fantasmas), novelas históricas sin la mínima reconstrucción histórica (Fulgentius) o novelas sobre la dictadura protagonizadas por unas gallinas atómicas (Embalse).

Sobra aclarar que quien busque en ellas una buena novela de género resultará decepcionado pues, en su proyecto autodestructivo, muchas veces el mismo Aira se encarga de detonar las expectativas que la novelita había construido: cumplirlas significaría rendirse. A veces el experimento es insoportable, y otras es maravilloso, como en La prueba, Cómo me hice monja o El mago. En ellas, la literatura, finalmente una serie de convenciones, no aparece tal y como la conocemos, sino como era antes de que la conociéramos: malhecha pero viva, torpe pero mágica, arbitraria pero sorprendente, abierta a todas las posibilidades. 

Algo está por suceder.