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Una lectura ingenua de las Cartas a Ricardo

TEATRO DE SOMBRAS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

La reedición con el sello de la UNAM de las Cartas a Ricardo de Rosario Castellanos es una noticia que merece toda nuestra atención.

El libro se lee como una novela. La trama es bien conocida: Rosario Castellanos, brillante escritora, está perdidamente enamorada de Ricardo Guerra, un filósofo algo frívolo que la ignora, la evade y le es infiel. Esta trama fue llevada al cine en una película reciente: Los adioses.

Me parece que, aunque el libro de Cartas a Ricardo se lea como una novela con esa trama, debemos resistirnos a interpretarlo de esa manera si queremos entenderlo de una manera más objetiva e incluso más justa para con las personas de carne y hueso que fueron Castellanos y Guerra. Dicho de otra manera: la hermenéutica de Cartas a Ricardo debe distinguir distintos planos e intenciones, de otra manera, nos quedaremos con lo que llamaré aquí una lectura ingenua del libro.

No sabemos si Castellanos pensó, cuando escribió sus cartas a Guerra, que nosotros llegaríamos a leerlas. Aunque se han hecho públicas, esas cartas fueron, originalmente, un instrumento de comunicación privada entre ella y Guerra. Pero ese canal de comunicación no tenía una sola dimensión, plana, autoevidente, sino muchas dimensiones, complejas, intercaladas, como sucede cuando una mujer inteligente y, además, una gran escritora, como era Castellanos, se relaciona con un hombre de quien está enamorada.

La lectura ingenua de Cartas a Ricardo nos pinta a una Rosario Castellanos obsesionada con Ricardo Guerra, como si él fuera el centro de su vida. La escritora queda como una boba, una víctima más del síndrome de “las mujeres que aman demasiado”.

Esta lectura es errónea. Contaba Dolores Castro, su mejor amiga en ese momento, que Castellanos le dijo en 1950 que a pesar de estar enamorada de Guerra, no iba a suspender su viaje de estudios a Europa porque para ella lo más importante era su carrera literaria, su desarrollo intelectual. De haber estado satisfecha con su relación con Guerra, ella se hubiera quedado en México para casarse con él. Pero no fue así. Pesó más, mucho más, su deseo profundo de ser escritora que su deseo —quizá también profundo, pero en otro plano— de ser la esposa de Guerra.

A mí me parece que en las cartas, sobre todo en las de la primera época, las que escribe desde España, Castellanos inventa un personaje de sí misma. Ese personaje es la versión de ella que le quiere mostrar a Guerra para seducirlo, para fascinarlo, para que el lazo invisible entre los dos no se rompa. El personaje, leído a la distancia, es encantador. Una chica mexicana culta, simpática, ironista que viaja por Europa y que, al mismo tiempo, sigue perdidamente enamorada de un joven filósofo que se quedó en México. La lectura ingenua a la que me refiero consiste en identificar sin más a ese personaje con Rosario Castellanos, su autora. Me parece que, hasta cierto punto, eso es lo que sucedió con el guion de Los adioses. En esa película Rosario Castellanos está representada por ese personaje que no le hace justicia porque Castellanos fue más, mucho más que el personaje de sí misma que construyó en esas cartas.

Las cartas de la segunda época, las que escribió desde los Estados Unidos en 1966 y al año siguiente, ya desde México, nos pintan a una persona muy diferente. Una mujer más madura, que sigue amando a Guerra, sí, pero que se ha dado cuenta de que el personaje que se había inventado en el pasado ya le queda lejos, muy lejos. Las lecciones morales y humanas que con tanta sutileza ella le brinda a Guerra son un testimonio impresionante de su dignidad personal y su sabiduría femenina. Sin embargo, en esas cartas, por honestas que sean, la escritora sigue ejerciendo su oficio de manera admirable.

Mi hipótesis no es deconstructivista. No quiero sugerir que no haya nada en común entre Rosario Castellanos la mujer y Rosario Castellanos el personaje que encontramos en sus escritos de corte autobiográfico, no sólo en sus cartas, sino en sus novelas y poemas. Lo único que quiero señalar es el peligro de confundirlas en una lectura que, como he dicho, me parece ingenua.