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La lectura y la sorpresa

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Hace unos días se cumplieron 125 años de la muerte de Lewis Carroll: un siglo y un cuarto, una cifra cuya factorización va de cinco en cinco y cuyos divisores son 1, 5, 25 y 125. Lo recordamos por sus portentosos Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo, pero solemos olvidar que nuestro autor también fue Charles Dodgson, maestro de matemáticas en Oxford. Ambas facetas, la literaria y la matemática, se fusionan felizmente en varios momentos de la historia de Alicia. Matemático conservador, seguidor de la lógica euclidiana, a Carroll le incomodaban los cambios que las matemáticas vivían en ése, su siglo XIX.

Por ejemplo, en esos días un gran desarrollo en matemáticas lo estaba llevando a cabo el irlandés William Hamilton y su teoría de los “cuaternios”, una extensión de los números reales (uno por cada dimensión del espacio) en que la aritmética es estudiada desde un punto de vista físico y que incluye al tiempo como uno de los cuatro factores de los cuaternios: si se quita el factor tiempo, los otros tres factores se quedarán rotando eternamente. La respuesta de Carroll a esa loca hipótesis fue la famosa escena de la fiesta del té, a la que atienden el Sombrerero Loco, el Conejo Blanco y el Lirón, pero a la que falta un invitado: el Tiempo. En su ausencia, los personajes están condenados a vivir la hora del té (las seis de la tarde) eternamente: Hamilton y Carroll anticiparon el

Día de la Marmota.  

En esa misma escena, el Sombrerero le plantea un enigma imposible a Alicia: ¿En qué se parecen un cuervo y un escritorio?, que parece apuntar a la teoría de Hamilton del Tiempo Puro, en cuyo ámbito la causa y el efecto ya no están ligados y que lo lleva a concluir que la multiplicación de cuaternios no es conmutativa, o sea que (¡bizarra abstracción!) X veces Y no es igual a Y veces X. Alicia intenta resolver el enigma, y sus respuestas tampoco son conmutativas: “Debes decir lo que piensas”, le dice el Conejo. “Ya lo hago, o al menos pienso lo que digo… Viene a ser lo mismo, ¿no?” “¡De ninguna manera! En tal caso sería lo mismo decir ‘veo lo que como’ que ‘como lo que veo’”, le responde el Sombrerero. “Y sería lo mismo decir ‘me gusta lo que tengo’ que ‘tengo lo que me gusta’”, añadió el Conejo. “Y sería lo mismo decir ‘respiro cuando duermo’ que ‘duermo cuando respiro’”, remató el Lirón dormilón. Toda una cadena de ejemplos para aludir a una teoría matemática enloquecida: la del álgebra no conmutativa. La locura del país de las maravillas parece ser la representación ficticia que Carroll proponía si esas álgebras raras, simbólicas, triunfaban. 

Es como concebir una historia que se desarrollara en el reino extraño de los números imaginarios, en, digamos, los dominios de la raíz cuadrada de -1 (número que fascinó a Wittgenstein). Las aventuras de Alicia, concebidas por el matemático Dodgson, son esa osadísima apuesta, y la madriguera del Conejo en la que se abisma la protagonista es la posibilidad que tenemos todos de romper con nuestros esquemas tradicionales y atrevernos a confesar que, aunque 5x3 es igual a 3x5, no es lo mismo sorprendernos cuando leemos que leer cuando nos sorprendemos.