a

El pacto de Thomas Mann

ENTREPARÉNTESIS

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Por:

La vida de Thomas Mann, tal y como la trazó Colm Tóibín en su biografía novelada El mago (Lumen, 2022), me da la impresión de ser como una lenta, estable nave o transatlántico que abandonó las aguas del siglo XIX e ingresó a las fuertes mareas del XX y sus dos guerras mundiales sin alterarse demasiado. Es cierto que las conflagraciones cambiaron el rumbo de su vida, al grado de exiliarlo en Estados Unidos durante el auge y decadencia del nazismo, pero su vida y obra parecen sellados por la imperturbabilidad, la circunspección y una moderación que a veces roza el rango de lo pusilánime.

Aunque Mann denunció sin ningún género de dudas a la calaña hitleriana durante los peores años de la Segunda Guerra, sólo lo hizo tras una persistente presión familiar y ya bajo resguardo en el campus de Princeton.

Todo en su vida parece atenazado por una elegante grisura que sólo encontró una expresión más colorida en las páginas de sus libros. Un arco que va de Los Buddenbrook al Doctor Faustus, y que pasa por Muerte en Venecia y La montaña mágica, muestra el desdoblamiento de un escritor cuya verdadera temperatura emocional estaba en su prosa: la saga familiar, una tenue y siempre latente homosexualidad, la tentación de ser un paciente eterno en el limbo del sanatorio y el pacto del artista con el demonio en busca de la única juventud posible: la constante creatividad. La suya es la biografía de un recluso metido en su estudio mientras el mundo se transforma y la familia lo sacrifica todo para mantener el esplendor de un símbolo: más que un hombre de letras, quiso ser la voz de una Alemania que ya no existía y de otra Alemania que aún no comenzaba a ser.

Más cercano de Goethe que de la intensa realidad que lo rodeaba, incapaz de una genuina conexión familiar y siempre distorsionado por la presión de una fama que lo convirtió en un monumento vivo, en una especie de oráculo o “mago” con el poder transformador de la palabra, Mann, como su Adrian Leverkühn, parece haber renunciado al amor para convertirse mefistotélicamente en una pura escritura. ¿Acaso lo hubiera cambiado todo por unos momentos de genuina felicidad, o por la vida de unos hijos no torturados por su presencia? Lo dudo: el pacto de Mann fue deliberado y frío, y la obra permanece al costo de las vidas singulares de quienes lo rodearon.

Rescato un momento del libro de Tóibín que muestra el universo de contradicciones característico de aquellos años en que el mundo se reinventaba. Después de la guerra, y tras casi dos décadas de exilio, Mann decide volver a Europa —y controversialmente a Alemania— a dar una serie de conferencias en las que sería recibido como un prócer. En Bayreuth, cuando dejaba el hotel Bayerischer Hof, a Mann le fue solicitada su firma en el libro de visitas, que el gerente mostraba excepcionalmente a huéspedes distinguidos. Al firmar, Mann descubrió que las páginas previas estaban todas en blanco. “Hemos dejado dieciséis páginas en blanco, una para cada año de su exilio”, le explicaron. Al seguir hojeando el libro hacia atrás, el gran autor descubrió que las otras firmas eran de Himmler, Göring, Goebbles... “Distinguida compañía”, le dijo al gerente, y ya en el coche pidió que lo sacaran de ese país tan pronto como pudieran.