Entre unas veinte cortezas de abedul escritas por un lado había un montón compacto de hojas breves del mismo tamaño. Más de cien. Había cartas y poemas y citas de un expediente de la policía. Las he ordenado aquí y las presento lo mejor que he podido, imaginando una línea del tiempo, no siempre certera. Después encontré un par de esas cortezas con la misma caligrafía en el Museo de Anna Ajmátova de San Petersburgo. Según la ficha del Museo aquella corteza fue una carta secreta, enviada desde Siberia por una tal Vera Tamara, su antigua vecina y encubierta celado-ra, entonces presa. Le pide perdón por haberla espiado. La poeta anotó al margen: “No me sorprende, lo intuía. Y la quise aún sabiéndolo”. N. Livanova (fragmento de la nota de la editora rusa de El expediente Anna Ajmátova).
1. CONFESIÓN NO PEDIDA
Desde que la vi me di cuenta de que estaba cayendo en su hechizo. Algo de su inteligencia osada pero precavida afloraba en sus movimientos. Eran lentos y precisos. Su perfil, poco común, la distinguía de las bellas simples y de las feas. Ella era aparte en todo y te hacía sentirlo.
Aparecía de golpe como sacerdotisa de un culto antiguo o reina exiliada de un imperio lejano y desaparecido.
Había en su voz pausada una especie de tacto, de mano alargada que lentamente se me metía en el pecho obligándome a respirar más hondo, más largo. Su voz me fue llenando de una plenitud que yo antes no cono-cía. Me recordó levemente primero y luego cada vez con más intensidad, la sensación que tuve años antes, como muchas otras adolescentes, cuando leíamos y casi cantábamos juntas sus primeros poemas.
Durante varios días seguí oyendo esa voz profunda en todas partes, a la vuelta de la esquina, en el silencio de la noche y cada vez que algo nuevo me sorprendía. Sin atreverme a pensarlo claramente, y menos a decirlo, supe que iba a fracasar en la misión que me habían encomendado.
Al mismo tiempo comprendí por qué tantos otros agentes antes de mí fracasaron. E intuí por qué me habían enviado ahí a vigilarla muy de cerca y en secreto.
En ese instante tuve en la mano el comienzo del hilo de la madeja que debería llevarme a descifrar varios misterios, comenzando por el que más me inquietaba: ¿Qué hizo esta mujer para despertar un odio tan apasionado? ¿Qué sembró en el corazón vengativo de nuestro padre de padres de todas las Rusias para asegurarse de que su sufrimiento no tuviera fallas? Él, que sin miramientos enviaba a cualquiera al infierno, había decidido que, para ella, el peor castigo fuera seguir viviendo.
Yo sabía que esa pasión había llevado a su primer marido hasta el pelotón de fusilamiento, al segundo a morir enfermo y desahuciado como personaje de La montaña mágica, al tercero al campo de concentración donde moriría extenuado. Y a su único hijo, a pasar décadas en prisiones y campos de trabajo forzado. Además, sería meticulosamente perseguido y estigmatizado por el pecado político de un padre.
El que además, el padre no cometió. Un largo e intermitente tormento. Para él y de otra forma, también hiriente, para ella.
Sus mejores amigos, sus cómplices de oficio, como Ossip Mandelstam, también serían condenados a esa muerte siberiana.
Pero a ella le estaba reservada una pena mayor: no arrebatarle la vida, ver en silencio todo aquello.
SERÍA LINCHADA públicamente, por los incondicionales del régimen, listos para entablar persecuciones al menor movimiento de ceja del caudillo, que sabe muy bien siempre lo que desencadena. Sería condenada como doble-mente inmoral, al asignarle el apodo típico que pone un abusador: “Mi monja y puta”, como la llamaba Stalin entre amigos, como un guiño que incitaba a la sonrisa.
Antes de la censura directa y el castigo físico, siempre el caudillo goza viendo cómo su masa (su pueblo bueno incitado apenas por su gesto de desaprobación) agrede, lapida, insulta, maltrata a quienes están en su mira. Stalin conocía muy bien la historia de Los juicios contra las brujas de Salem. Un caso histórico del siglo XVII en la colonia inglesa de Massachusetts, donde un pueblo entero condena a unas mujeres acusadas de brujas y son destinadas a la hoguera sin mayor prueba que la acusación. Hubo muchos casos similares en poco tiempo, no muy le-jos unos de otros.
En una de sus reuniones con Lenin en Londres, Stalin (autollamado entonces Koba), le lleva de regalo los dos volúmenes del libro de Charles Upham, Salem Witchcraft, que había sido publicado unos años antes. Y que Engels mencionaba de paso en su correspondencia, asombrado por lo efectivo del fenómeno de condena social y riéndose ligeramente de las explicaciones que pretenden darle los eruditos.
La idea de Stalin era ampliar los discretos “trabajos obscuros”, asaltos, secuestros y extorsiones, que le había encargado Lenin para financiar su exilio en Inglaterra. Hacer además un experimento de linchamiento, aparentemente espontáneo, en pueblos pequeños, contra quienes no acataran las exigencias de cuotas para la Revolución en el exilio.
En la siguiente reunión, Lenin le dijo que ya había puesto en práctica la idea para hacer una limpia dentro del grupo de bolcheviques en el exilio y reacomodar sus alfiles. “Sí funciona, le dijo, basta con poner las palabras necesarias y dejar que corran como incendio en la mente de nuestros creyentes”. La primera censura es ésa. Y en muchas ocasiones es la más hiriente.
Después del apodo, de la intimidación, del periodo del acoso, palabra clave para describir a líderes carismáticos, viene el teatro contundente del juicio en el que la acusada o acosada confiesa sus faltas, que no ha cometido pero ya no importa. Los procesos de Moscú y todos los similares fueron esa conti-nuación del acoso, de contundente juicio a las brujas. Anna lo conoció en los suyos. Su castigo: ser el público que ve y sabe que todo es mentira y no puede hacer nada.
MÁS TARDE, le prohibiría publicar, por supuesto. Ella, que había sido incluso antes de la Revolución de Octubre, una poeta muy amada por sus lectoras y ampliamente respetada, estaba siendo obligada a guardar silencio público.
Antes, ya reducida a una especie de encierro domiciliario, Anna Ajmátova había publicado un poema describiendo el árbol que veía reverdecer desde su ventana. Y explicaba cómo esa visión natural la llenaba de vida, de alegría y de libertad.
Para su obsesivo carcelario, esa sutil y paradójica declaración de libertad resultaba un desafío intolerable. ¿Qué hizo?
Por su reacción demencial podemos imaginar la rabia que esos sentimien-tos vitales de una mujer despertaron en su gran verdugo. Y cómo ese poema sencillo fue una especie de poderoso detonante.
Una sonrisa femenina, plena, que para el poderoso entre los poderosos resultaba totalmente intolerable.
Cualquiera pensaría que ese hombre, en su furia perversa ordenó cortar el árbol. Eso hubiera sido un gesto totalmente despótico y cruel pero todavía de una dimensión humana.
En cambio, el líder, nuestro caudillo arrabiado con el poema de Anna Ajmátova en la mano ordenó que entre su ventana y el árbol pusieran una inmensa estatua de bronce de él, de pie, en uniforme de gala, mirando hacia adentro de su recámara. Mirándola.
Como una terrible aparición sagrada que ordena y obliga a verle sólo a él. Pero que nos recuerda que él sí puede ver lo que quiere. Incluso dentro del departamento de Anna. De su mesa, de su cocina, de su cama.
VER Y TAMBIÉN OÍR. Porque mandó instalar dentro del cuarto de la poeta un micrófono potente y ostentosamente visible, al lado izquierdo de la ventana, casi en el techo, que permitiría escuchar todas sus conversaciones. Como si el cielo la oyera.
Y ya para confirmar que su hombría no era tan fácilmente retada, le prohibió escribir. Ya no bastaba con que no publicara, tampoco tendría permiso de escribir.
Y aún así, un poema extenso de Anna hablando de su momento y su tormento, que era el de Rusia, salió de ese forzado silencio y se publicó en el extranjero. Parecía imposible pero había sucedido. Una de las obras más significativas de la literatura rusa según muchos que saben, comparable a obras de Tolstoi o de Dostoievsky, se escurrió como el agua por abajo de la puerta y llegó a todas partes. Y fue traducido a una cantidad innumerable de lenguas.
¿Cómo lo había logrado? Además de escuchar por el micrófono ostentoso hasta sus suspiros y todas las conversaciones que tenía, todos sus visitantes eran revisados meticulosamente al salir de su departamento.
¿Cómo lo había hecho? Para responder a esa pregunta me llamaron. Aunque ellos, especialistas de lo clandestino, ya supieran muy probablemente la respuesta. Seguramente para confirmar sus sospechas y ponerle nombres a los cómplices, pero sobre todo para mantenerla vigilada más de cerca, para meterme en sus secretos y meterlos a ellos conmigo, se me asig-nó esta misión.
No tardé mucho en averiguar lo que me pedían pero no lo informé a mis superiores. Me volví parte del secreto sin que Anna lo supiera siquiera. Y ese fue el comienzo de mi perdición.
MIENTRAS PUDE, mientras llegaba el cuchillo a mi yugular, confiada en pegarme a la extraña sentencia de mantenerla viva, seguí tratando de responder compulsivamente a mi propia pregunta sobre la inquietante pasión de Stalin por ella, contra ella, por ella.
Extraña adoración. Extraña ira destructora.
Lo que iba a encontrarme desbordaba lo que, hasta entonces, para mí era imaginable. Y, para mi sorpresa, comienza mucho antes de que Stalin ejerciera el poder absoluto. Y ese origen es el que quiero contar.
No es la historia de un dictador contra una poeta. Es eso y mucho más: cuando el dictador llegue a su trono, llevará dentro todo lo que yo aquí cuento: una pasión llena de espinas, como un puerco espín en el que se combina la prepotencia con la envidia y los celos, el afán de dominio diminuto con la posibilidad desbordada de ejercerlo a lo grande. Y en silencio.
Lo que digo, la historia a la que yo tenía que levantarle el velo, no es la historia mayor de Anna Ajmátova que todos conocen y mil veces se ha contado. Ésta es apenas una cosa sutil y diminuta que yo creo que con detalle otros no sabían, y que es la semilla de todo lo que luego vino. Fui testigo privilegiada y reuní lo suficiente para afirmarlo en un expediente como los que era mi deber elaborar para ellos.
Mi necedad de contarlo es eso, una pequeña célula palpitante que modificó varias vidas. Y me tardé en dejarla salir de mi boca. Tuvo que caer un imperio, una patología imperiosa que, como muchas mujeres de mi tiempo, llevo dentro.
Que nadie espere aventuras, suspensos, misterios. Mi oficio, después de ser francotiradora del ejército y ganar varias medallas, fue ser policía.
Una agente oculta que odia las novelas de espionaje y el suspenso policiaco del género. Esto es un expediente. Sólo crece y se cierra hoja por hoja. No busca saber quién fue el asesino, ya todos lo sabemos de sobra. Y yo fui su cómplice y su traidora. Lo que pongo aquí busca comprender, a mi manera, y ayudar a comprender cosas que apenas entiendo.
NUNCA SUPE en qué momento exacto los sueños comenzaron a meterse en los míos. Y sobre todo sentir que lo propio de mi voz es el delirio. Y que ella aparecería de pronto diciéndome, con una ausencia total de reproche, de ironía o dramatismo:
“Yo entiendo por qué lo hiciste. No te guardo rencor. Siempre pensé que tú eras la encargada de vigilarme, de delatarme si te obligaban a hacerlo. ¿Quién más?”
Y yo le respondí, en el mismo sueño, que cualquiera lo haría. Que no era la única. Éramos muchas, sin contar a todos los que la rodeaban íntimamente, invitados u obligados permanentes a delatarla. En nombre de la patria, de la Revolución, del amor a nuestro caudillo, por supuesto. O de lo que fuera. Lo mío era más bien una misión.
Era mi trabajo. No supe llevarlo a cabo como se esperaba de mí y pagué las consecuencias.
Sus sueños, sus pesadillas, se volvieron las mías. Y, a pesar de todo, he guardado herméticamente el secreto. Hasta este momento.