De la azotea al roof garden

TEATRO DE SOMBRAS

Guillermo Hurtado
Guillermo HurtadoLa Razón de México
Por:

Si usted busca una casa o departamento en ciertas zonas de la ciudad, seguramente habrá notado que el tema de los llamados roof gardens se ha puesto de moda.

Hay una fiebre por aprovechar el espacio vacío de las azoteas para convertirlo en área de esparcimiento. Hay roof gardens para todos los bolsillos. Pueden ser sencillos, con una mesita de lámina, una sombrilla para el sol y unas cuantas macetas; o sofisticados, con tupidas verandas, muebles de teca y huertos orgánicos. Se supone que en esas cimas urbanas, los dueños o inquilinos pueden relajarse y pasar un tiempo en familia o con los amigos. La broma aquella de tener un “Acapulco en la azotea” se ha hecho realidad.

Pienso con nostalgia en las azoteas de mi infancia, ahora transformadas en pretenciosos roof gardens. Para llegar a ellas había que subir por una estrecha y empinada escalera. Una vez arriba, la azotea se revelaba como el territorio salvaje de la ciudad. Una meseta gigantesca al rayo del sol. Como dijo el poeta Antonio del Toro: “toda azotea es Arabia”.

La función oficial de las azoteas era el lavado de la ropa. Todo se tallaba a mano y se colgaba a la intemperie. No había lavadoras ni secadoras. El área del tendedero olía a cemento mojado y a jabón Zote. La frase “cuarto de azotea” tenía muchas connotaciones, casi siempre trágicas. Cuartos pequeños, con una sola ventana, con un catre viejo en un rincón. Ahí vivían las criadas y ahí soñaban y ahí envejecían. En algunos edificios, esos cuartos se rentaban a personas desconocidas que estaban fuera todo el día y volvían por la noche sin que nadie alcanzara a ver sus rostros.

Las azoteas eran lugares para travesuras y actos prohibidos. En la azotea se podía espiar a los vecinos, ocultar pequeños tesoros debajo de un tabique o realizar secretas transacciones comerciales. Los niños podían brincar a las casas de lado para encontrarse con otros niños sin que sus padres jamás lo supieran. Los hermanos mayores se escondían detrás de los tinacos y entre las cajas de botellas vacías para fumar sin que nadie los molestara. Muchos poetas y filósofos en ciernes pasaron largo rato en las azoteas, con un libro en la mano, arrullados por el ruido monótono de los aviones. Allá arriba no valían las reglas de los pisos de abajo. La azotea era un espacio de libertad.

Siempre hubo una vegetación endémica de las azoteas. Macetas rajadas en las que crecían plantas sin nombre, latas oxidadas en las que alguien había plantado un nopal desmejorado, musgos que brotaban dentro del desagüe de los lavaderos. También hubo una fauna local. Gatos escuálidos, gallinas despistadas, lagartijas grises.

Todo ese mundo, triste y hermoso, está en mi memoria. Aún no deja de existir, mas ya lo extraño.